En lo personal recuerdo que desde mi infancia y
adolescencia siempre he preferido los alimentos más naturales a los
industriales, teniendo progresivamente acceso a ambos, sin ningún argumento,
solo por el gusto: mantequilla frente a margarina, cocoa en vez de Milo, miel
de abeja en vez de miel de maple importada, pan fresco en vez del envasado,
café pasado en vez de café instantáneo, jugos de fruta en vez de gaseosas, todo
lo que ahora sigo aplicando y recomendando. ¿Será instinto? Más tarde, aunque
no cambiaron mis gustos, fueron las estrecheces económicas y la disponibilidad
de ayuda doméstica eficiente y relativamente barata (aunque comparativamente
siempre bien pagada) lo que salvó a mi familia de un exceso de alimentos
industriales (cerezas y duraznos en conservas fueron durante mucho tiempo lujos
ocasionales muy apreciados).
Los dos ejemplos mencionados, de alimentos
industriales dañinos, de la leche para lactantes y las grasas trans, nos
recuerdan el enorme, y a veces terrible, poder de las industrias de alimentos y
farmacéuticas, y en general de las grandes corporaciones, no solo para influir
en la opinión pública, en políticos y en campañas electorales, sino también en científicos,
en muchos casos con semi conciencia de la manipulación, en otros claramente
guiados solo por intereses crematísticos. No ignoro que las grandes
corporaciones hacen esfuerzos económicos, en parte meritorios, al financiar
generosamente a laboratorios científicos, think tanks y universidades, además
de algunas revistas científicas, pero con el grave y buscado inconveniente de
que éstas se sienten muchas veces obligadas a no confrontar los intereses de
las corporaciones para no perder ese financiamiento. Triste, pero comprensible.
Voces discordantes suelen ser amedrentadas o desacreditadas, y algunas,
compradas.
Esto no significa que, por ejemplo, esos
centros de investigación no realicen muchas investigaciones serias en diversos
temas importantes, incluso algunas relacionadas con TG, útiles para el avance
del conocimiento, siempre que sus métodos, datos y resultados sean transparentemente
públicos, de modo que otros científicos puedan aprender de sus aciertos y
errores y cuestionar éstos. Pero queda claro que su sesgo en algunos temas hace
indispensable la investigación independiente.
Debo decir que, como todo, las grandes
corporaciones no son pura maldad. Muchos de sus ejecutivos y probablemente la mayoría
de sus científicos y técnicos son personas serias, calificadas y bien
intencionadas, preocupadas de producir, por ejemplo, alimentos de calidad, con
altos estándares de higiene, siempre innovando en busca de estimular, atender y
aprovechar la ampliación de la demanda por nuevas necesidades o gustos, pero
también atendiendo a preferencias crecientes por alimentos más saludables (o
menos dañinos), respondiendo a su demanda por los consumidores. Los
laboratorios farmacéuticos buscan medicamentos de mayor eficacia o que les den
una ventaja frente a sus competidores. Porque competencia sí hay, claro que, en
el caso de las más grandes, tipo oligopolio. Y, por cierto, también buscan
lograr que sus productos sean comprados de manera sostenida y cada vez más,
aunque sean a la larga dañinos para la salud. Para ello muchas veces minimizan
y con frecuencia ocultan datos desfavorables.
La avidez de mantener o aumentar sus ganancias
-estimulada y exigida por sus accionistas y por el entorno de las bolsas de
valores que propician la codicia sin escrúpulos, así como el objetivo de los
ejecutivos de acrecentar sus bonificaciones anuales- ante verdades incómodas, fácilmente
nubla su conciencia a los bien intencionados y anula escrúpulos a los que no lo
son. Hay muchísimos casos en que, a sabiendas, altos ejecutivos han decidido
seguir produciendo y propagandizando algo que sabían es dañino o ineficaz.
Hay que tener en cuenta sin embargo que crímenes
pasados no son prueba de delitos actuales –claro que sí indicios fuertes que no
pueden ser ignorados. Aunque debería ser al revés –exigencia al menos de pruebas
serias de inocuidad, independientes y por lo menos de mediano plazo-, mientras
no se pruebe los riesgos asociados a los transgénicos (TG) las empresas tienen
derecho a seguirlos produciendo y comercializando, y a crear cada vez más
variedades. Por eso tenemos nosotros el derecho de exigir, por principio de
precaución y para posibilitar la asunción de su responsabilidad personal por
los consumidores, que los productos de o con TG sean etiquetados como tales. Y
las autoridades competentes deben promover y financiar investigaciones
independientes para comprobar o no su inocuidad.
Que ahora ya haya cientos de científicos que
se pronuncian en contra de los TG y miles a favor es un indicador de la
urgencia e importancia de investigar más, pero no prueba ni una ni otra
posición. En ciencia la búsqueda de consensos es importante y muchas veces
útil, pero haberlos logrado no es una prueba de verdad. Muchas veces ha sido un
solo científico, hombre o mujer, quien ha terminado teniendo la razón contra el
consenso científico imperante. Claro que también ha habido casos en los que el
consenso científico no ha cambiado frente a muchos cuestionadores -a veces por
error o deseos de figuración, o por búsqueda de ganancias de parte de abogados
inescrupulosos dispuestos a medrar del conflicto.
Es clave tanto cultivar el respeto por la
ciencia como el escepticismo frente a sus resultados, que nunca son definitivos
o solo lo son dentro de determinados límites, y en los que con frecuencia hay
además errores. Pero la ciencia -las diversas ciencias- nos brinda un
conocimiento cada vez mayor de la realidad, de sus problemas y de posibles
soluciones, y cada vez más herramientas para mejorar nuestro mundo y nuestras
vidas en él, a través de un tortuoso camino de avances parciales, retrocesos y
saltos cualitativos; esto no lo proporcionan las revelaciones ni los
prejuicios, y menos las charlatanerías y embustes.
Me irritan por igual dos extremos de
ignorancia y petulancia: de personas serias con buena formación científica que
afirman, de repente, que la homeopatía es solo efecto placebo o que la
agricultura orgánica es expresión de atraso e ignorancia; o, desde el otro
extremo, de personas igualmente serias, que sostienen que la medicina moderna,
salvo la cirugía, no aporta nada a la salud o que la agricultura convencional
es solamente negativa. Quienes siguen caminos diferentes tienen que respetarse
mutuamente y aprender unos de los otros– y, aunque de manera insuficiente,
crecientemente lo hacen.
En el caso de la homeopatía tenemos el mejor
ejemplo de la falacia de la equivalencia sustancial que las corporaciones usan
como argumento: quienes la cuestionan, incluso una mayoría de médicos
convencionales y científicos serios en otros temas, consideran que las gotas
homeopáticas y el agua de consumo son ambas H2O y punto, lo que un análisis
químico serio comprueba con facilidad. Pero ignoran que, además de la evidencia
empírica seria y sistemática, de ya dos siglos, de efectos diferentes de cada
medicamento homeopático, ya hay investigaciones que muestran, a escala
microscópica molecular, la formación de cristales muy diferentes según la
sustancia que ha impregnado características suyas al agua; así como los
cristales de nieve en los copos de una misma nevada suelen ser todos diferentes
entre sí. Claro que todos tienen la equivalencia sustancial de estar compuestos
exclusivamente por H2O (salvo impurezas).
Es cierto que. a diluciones de potencia
elevada -10000 o más- no se encuentra ni una traza de la sustancia que le da su
efecto característico, pero ya que cada dilución va acompañada de agitación del
líquido, en cada nivel de potencia las moléculas de agua van adquiriendo
características ligeramente diferentes, a tal punto que las diluciones de más
alta potencia pueden ser las más efectivas para un tratamiento. Es cierto que
los medicamentos homeopáticos no curan cualquier enfermedad, como tampoco lo
hacen los convencionales, pero no tienen – o mucho menos- efectos secundarios
indeseables.
En 2010 un documento consensual de la OCDE
estableció que la caracterización molecular por sí sola no es la mejor manera
de predecir la seguridad de productos de OGM, y planteó la necesidad de una
mejora continua de las técnicas y protocolos de investigación del riesgo. Hasta
los caracoles avanzan.
Una alta proporción de lo que consumimos de
manera generalizada tiene de manera natural o por su procesamiento componentes
tóxicos, carcinogénicos o alergénicos o anti nutrientes, muchas veces
desconocidos, como lo evidencian los avances, discontinuos, en su
identificación. También esto hace que la sola equivalencia con lo que se conoce
actualmente no garantiza que un producto no tenga, además de los mismos, otros
componentes perjudiciales – claro que podría tener algunos menos. Y significa
también que, si tienen niveles muy bajos, por ejemplo, de efecto alergénico, no
tienen por qué no ser aprobados, así como no prohibimos el maní, las nueces o
la leche de vaca porque lo tienen. Eso sí, con la obligación de indicar en la
etiqueta que los contienen, aunque solo sean trazas, para que los consumidores
alérgicos puedan evitarlos.
En la discusión sobre transgénicos, como
sobre casi cualquier tema controversial, suele haber unilateralidades y
ligerezas –a veces mentiras semiconscientes a favor de la posición preferida-,
de ambos lados. Trato de contribuir lo más posible a evitarlas o
contrarrestarlas.
Publicado por Grupo Agronegocios