Un paseo alucinado, y terrible, por el Parque Nacional del Manu.
Con un gesto natural, desprovisto de dramatismo, Rodolfo Champi, un joven originario de la provincia cusqueña de Urcos, me cuenta cómo, ante la falta de transporte público optó por una solución a lo Robinson Crusoe: se construyó él mismo una balsa y dejó que el río Alto Madre de Dios lo arrastrara.
Por fin, después de 7 horas de torrentosa travesía, llegó hasta la comunidad de Diamante, donde los nativos yines lo esperaban para que prosiguiera con su oficio de profesor. Rodolfo dice que sólo “hace su trabajo”, y complementa su vida con un afanoso estudio de las plantas medicinales de la selva.
Mientras caminamos por una trocha, me va indicando qué planta sirve para qué (una de ellas huele, fuertemente, a frotación Charcot). La vegetación de la Reserva de Biosfera del Manu, entretanto, nos acompaña, nos abruma, por momentos casi nos traga. Y los mosquitos nos atacan con gusto despiadado.
Las historias similares abundan por acá, casi como los bichos que nos circundan. No obstante que estamos en los alrededores de uno de los lugares más turísticos del Perú y acaso del mundo (el Parque Nacional del Manu, que es parte de la Reserva de Biosfera) la vida de los “normales”, no turistas, es durísima.
También la de los guardaparques, cuyo día de homenaje, en el Perú, se celebró por primera vez el pasado 6 de diciembre: hay muy pocos para los 1’716,295.22 hectáreas de extensión que tiene el Parque Nacional; ganan sueldos magros; y, por último, algunos de sus beneficios están en peligro de extinción.
Hace poco, por ejemplo, el Estado les recortó la dotación de víveres que les daba, por lo que ahora se los tienen que buscar ellos mismos. Y aunque algunas fundaciones u organizaciones privadas, como la Sociedad Zoológica de Frankfurt, los ayudan, con las justas llegan a ser un serenazgo de la selva.
Todo esto ocurre por un corredor fluvial por donde penetran, sobre todo entre mayo y octubre, un flujo importante de turistas, monitoreados por unos siete u ocho operadores autorizados. Que pagan una cantidad importante de dólares (mínimo 500 para ingresar, a lo pobre, al Parque; 3,000 si se usa avioneta).
El negocio es bueno, da recursos al erario público, y a los empresarios, pero, increíblemente, casi no “chorrea” a los lugareños, nativos o colonos, que con suerte venden algunas artesanías y polos u ofician de guías o motoristas de bote.
El único chorreo que reciben viene del Alto Madre de Dios.
A diferencia de la parte alta del Parque (el Manu va de los 4,000 metros de altura hasta los 100 metros), en la parte baja, no hay transporte público. Los peques-peques tienen dueño y sirven para transportar gente y plátanos, pero no hacen ningún servicio interdistrital, ni tienen paraderos, ni boleteros.
Se sube quien puede, como cuando, en el poblado de Itahuanía, se trepó a nuestro bote, de propiedad del DRIS/ZA-MANU (1), una profesora, también de Diamante, que llevaba mochilas y, en una especie de balde, los exámenes del colegio primario. Si se le pasaba este bote se le iban la vida y las aulas.
Más allá, en Boca Manu, un pueblo vecino al aeropuerto donde aterrizan las avionetas turísticas, y a la desembocadura del río Manu, se me ocurre hacer una pregunta cargada de ingenuidad citadina: “¿Y se quedan acá los viajeros”, consulto, esperanzado. “No –me responde un colono-, pasan sólo a orinar”.
Las avionetas llegan allí solo en ‘temporada alta’ y, por caridad, pueden llevarse a un enfermo grave hacia el Cusco, surcando el hermoso cielo en tan sólo una hora y algo más. Pero ha ocurrido que a un niño intoxicado se le fue la vida sobre un peque-peque, mientras luchaba contra el tiempo y los elementos.
Incluso, Edgar Muñiz, un hombre adinerado de la zona y notable defensor del Parque, no pudo llegar a un hospital decente tras sufrir la rotura de una úlcera. Murió camino al Cusco, a donde se llega desde Pillcopata, un pueblo al final de la selva alta, en por lo menos 8 horas de viaje subiendo por la montaña espesa.
El Manu, en suma, es bello, incomensurable. Pero también es difícil, demoledor. Sobre todo si no se cuenta con avioneta. Especialmente si se vive al día, de los recursos del bosque, cuando el cielo no se viene abajo por una lluvia que lo inunda todo. Cuando el infierno verde se quiere parecer al paraíso.
El DRIS/ZA MANU hace algo útil: promueve la agroforestería, mejora la nutrición y reforesta algunas zonas. El Estado también, no hay que ser mezquinos, aun cuando los otorongos reales de estos lares llaman a recuerdos políticos ingratos (2). Sin embargo, un paseo por este lugar deslumbrante deja también sombras.
El turismo, digo yo, no debiera ser sólo un pasacalle de ricos que circulan, como en un ‘mirabus’, en medio de la selva, para ver fauna y también, con curiosidad salvaje, a los nativos. Si Boca Manu sirve, mayormente, para que se detengan a miccionar es que algo, en nuestras políticas públicas está francamente desquiciado.
(1) Sigla que designa al serpenteante nombre del ‘Programa integral para el fortalecimiento de capacidades locales de las familias de pequeños productores de la Reserva de Biosfera del Manu (RBM)’.
(2) En defensa de los otorongos o jaguares de verdad (Panthera onca) hay que decir que son animales que se ganan su sustento con sacrificio y astucia, aunque a veces parezcan ser crueles. Lo que nunca hacen es zurrarse en la ley, de la selva.
Los ingresos por turismo son bastante importantes en esta y otras zonas del país. O el Estado no colecta lo suficiente en impuestos o recauda pero no invierte lo suficiente para mejorar las condiciones de vida de la población del Manu y pagar mejor a sus guardaparques. En ambos caso el chorreo tampoco llega. Sería muy interesante que nuestro Ministro de Medioambiente leyera este artículo y pusiera manos en el asunto. O a lo mejor, como a Yehude en el caso de las ONG de DDHH, no le parece que tiene la debida importancia.
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