martes, 28 de abril de 2009

RELACIONES “SOTÁNICAS” / Jorge Bruce


Tanto Carlos Basombrío como Liuba Kogan se han manifestado en las pantallas de Espacio Compartido en torno al caso del Presidente del Paraguay. A mi vez, escribí un primer artículo sobre este asunto en el diario La República. Tras haber leído ambos textos, me motiva retomar el debate, esperando que otros se animen a participar en el mismo. 

Comenzaré citando a Anthony Giddens[1]: “La democratización de la vida personal es un proceso menos visible, en parte precisamente porque no ocurre en la arena pública, pero sus implicancias no son menos profundas. Es un proceso en el cual las mujeres han desempeñado hasta ahora los roles protagónicos, aún cuando al final los beneficios logrados, tal como en el espacio público, están abiertos a todos” (la traducción es mía). Basombrío ha recordado que la flamante ministra de la Mujer del gobierno de Lugo, Gloria Rubin, impidió que Daniel Ortega, quien abusaba sexualmente de su hijastra –y sin embargo continúa presidiendo los destinos de Nicaragua y dando lecciones de ética a los gobernantes de derecha- acudiera a la asunción al poder del ex obispo Lugo. Pero ahora resulta que el paraguayo había ocultado a una serie de hijos que, por circunstancias diversas, han comenzado a aparecer en escena. El inconsciente hace las cosas así. La omnipotencia de estos personajes los lleva a actuar como si fueran intocables pero, tarde o temprano, lo reprimido retorna y los desenmascara.

No voy a regresar a la gravedad de los actos del ex obispo, quien abusó de su posición privilegiada con mujeres menores de edad y luego confirmó la índole culposa de esas relaciones, no reconociendo a los hijos nacidos de esas relaciones “sotánicas”. Lo que me interesa subrayar, en la línea de lo señalado por Liuba Kogan, es la escisión entre la corrupción a nivel público, que Lugo prometió combatir, y aquella a nivel privado. Porque lo que han hecho Ortega o Lugo –violar a una menor en un acto de naturaleza incestuosa o seducirla- es un delito, lo cual lo extrae automáticamente del ámbito privado. La diferencia con el pecado es que éste es una cuestión religiosa y personal, mientras que el delito afecta al conjunto de la sociedad. Por eso Luis Bedoya intentó exculpar a su hijo de la acusación de haber recibido dinero de Montesinos para su campaña política, alegando que “era pecado, no delito”. La Justicia peruana no lo vio así y el señor Bedoya hijo pagó con pena de cárcel.

Lo de Ortega es particularmente infame, pero lo más dañino es la impunidad con que continúa detentando las riendas del poder, como seguramente ocurrirá con Lugo. Más allá de la ley, lo que esto indica es una tolerancia extendida respecto de estos comportamientos, cuando no cierta admiración encubierta. No es solo asunto de machismo. Lo licencioso del comportamiento del líder es el precio que las sociedades con institucionalidades frágiles están dispuestas a pagar, con tal de tener un padre omnipotente que las proteja. La biografía de Mao es pródiga en este tipo de historias con mujeres, pero este no es siempre el caso, tal como lo demuestran dictadores como Castro, Pinochet o Fujimori, cuyos abusos, sobre todo de los dos últimos, se manifiestan de preferencia en otros ámbitos. Siempre con la anuencia tácita de sectores de la población que se identifican secretamente con este goce obsceno del poder, confiando estar en el lado de los que no salen perjudicados, en todos los sentidos de la palabra.

Pero tampoco hay que soslayar el perjuicio que estos actos le ocasionan a la izquierda latinoamericana. El silencio de algunos representantes de esta tendencia, en nuestro medio, es atronador y reproduce el pacto perverso por el cual personajes como los citados se sienten por encima del bien y del mal. Si para algo puede servir la historia del obispo que embarazaba a sus feligresas, prescindía de anticonceptivos como buen católico (Carlín lo ha expresado con su habitual maestría) y no los reconocía, es para horadar ese tabique entre la democracia y la ética en la alcoba, el confesionario o el palacio presidencial. Los actos corruptos lo son siempre, sin distinción ni licencia alguna.


[1] The Transformation of Intimacy (hay version castellana), Stanford University Press, 1992, p. 184.

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