¿Qué pasa a las 12 de la noche de todos los 24 de diciembre, desde hace algunos siglos, en el mundo católico occidental, como para que la gente medio que se aloque, sienta una emoción casi atmosférica y en algunos casos crea que, literalmente, nace un Niño que es Dios? En la Naturaleza no pasa nada, salvo –dependiendo de en qué hemisferio estemos- algunas nevadas que podrían hacer que el mismísimo Papá Noel se refugie asustado.
En el Cielo no está, físicamente, la Estrella de Belén, ni en el medio del campo corren los pastores. Tampoco se mueven más los peces en el río, como dice uno de los más melosos villancicos, ni esa Noche es necesariamente de Paz, sobre todo en los lugares donde la guerra ha barrido con todos los pesebres y esperanzas posibles. Aún así, todo eso –ese anhelo inocente de querer que todo sea lindo- ocurre en nuestra transida imaginación.
Es nuestra mente –y nuestro corazón, vamos, no seamos, tan devotamente racionales- se licua ese deseo ingenuo, que luego se vuelve colectivo y que, casi inevitablemente, termina clavado por una compulsión consumista y comercial. Y, sin embargo, el impulso está allí, pobre pero presente, decadente pero anhelante. Es lo que tenemos y, sospecho, esto ha ocurrido en parte porque hemos operado sin anestesia a la palabra ‘caridad’.
Aunque el significado, vital creo yo, de la caridad es la solidaridad con los semejantes, la entrega desinteresada, su acepción más conocida es la de la limosna, la del resto que va hacia los que piden el chorreo en las calles o debajo de la mesa. Quizás, por eso, la Navidad a algunos les parece vacua, hipócrita, hasta oscura o inoportuna, en la medida que, como dice el cantautor chileno Eduardo Peralta, sirve “para esconder la realidad”.
En el entorno más cercano, sin embargo, queda el consuelo del abrazo sincero, de la ternura que sobrevive en medio del tráfago comercial, como una estrella solitaria que, empeñosa, trata de aplacar el vacío creado por las enésimas campañas de compre cualquier cosa. Sin ese oxígeno familiar esta fiesta sería una completa farsa, un espasmo de mentira creado por un sistema donde todo se compra, se vende y se trafica.
La caridad, entonces, rescata a la Navidad, cuando puede. La recoge no solo de las calles u hospicios tristes; la hace crecer en medio de abrazos paternales, maternales, fraternos, amistosos. La caridad, según San Pablo, es servicial, paciente; no es envidiosa, no se engríe. Y sobre todo no busca su interés ni se alegra de la injusticia. De acuerdo al apóstol atormentado, además, no acabará nunca, trascenderá a ciencias y profecías.
¿Nos la creemos? Puede sonar difícil en un mundo sembrado de tragedias, o en un país tasajeado por la violencia, ya sea en la selva, las ciudades o el Ande. Puede ser inútil en un escenario en el cual se puede hablar de ‘grados de inversión’ en medio de persistentes sismos de pobreza de inequidad. Puede ser iluso en un tiempo en el cual ni siquiera somos capaces de salvar a nuestra Tierra de los herodianos gases invernadero.
Pero no tenemos alternativa. Si viviéramos en otra cultura, en otro país o en otro hemisferio –no más de la mitad del mundo celebra, cristianamente, la Navidad-, siempre habría una fiesta de la esperanza, generalmente encarnada en la inocencia de un niño que nace, de un brote de vida que recomienza y transita por los días premunido tan solo de una desnuda caridad. Así fue entre los mayas, los persas, los griegos, los egipcios…
Incluso para los agnósticos, las ganas de volver a empezar, la tenue esperanza de una mejoría puede brillarle en los ojos en estas fechas, porque no es posible una vida plana, sin rituales que rediman la estulticia humana y nos hagan, sino divinos, por lo menos más cálidos. Y en ello la caridad tiene un papel esencial: nos saca de la cueva de egoísmo, del silo maligno de la indiferencia, para que podamos regalar aunque sea un abrazo.
Resulta algo cargante pedir, por enésima vez, ‘rescatar el verdadero sentido de la Navidad’. Pero cuando un veo un niño, rico o pobre, por la calle o en alguna casa amiga, siento que ese sentido no está en el Cielo sino en la Tierra. Y no solo en la sonrisa de futuro del infante sino en la ternura nunca extinta del humano de cualquier edad. En la fe en una nueva Tierra, que por lo menos crezca en nuestra imaginación y nuestros afectos.
Sin eso no se puede vivir, solo morir de pena. Por eso, aun cuando el bullicio de cada año trate de aplastar a la caridad, en medio de golpes de pecho o pomposas campañas, o cuando se escuchen prédicas vacuas o ligeras, pensemos, primero, que así somos, limitados y contradictorios, pero que, no obstante, necesitamos creer, aunque sea en una noche veraniega, o invernal, que el mundo no debiera ser tan cruel ni poco navideño.
Feliz fiesta de la vida, para todos, todas y para nuestro sufrido entorno que, como un pesebre olvidado, nos envuelve y nos alimenta a pesar de todo.
En el Cielo no está, físicamente, la Estrella de Belén, ni en el medio del campo corren los pastores. Tampoco se mueven más los peces en el río, como dice uno de los más melosos villancicos, ni esa Noche es necesariamente de Paz, sobre todo en los lugares donde la guerra ha barrido con todos los pesebres y esperanzas posibles. Aún así, todo eso –ese anhelo inocente de querer que todo sea lindo- ocurre en nuestra transida imaginación.
Es nuestra mente –y nuestro corazón, vamos, no seamos, tan devotamente racionales- se licua ese deseo ingenuo, que luego se vuelve colectivo y que, casi inevitablemente, termina clavado por una compulsión consumista y comercial. Y, sin embargo, el impulso está allí, pobre pero presente, decadente pero anhelante. Es lo que tenemos y, sospecho, esto ha ocurrido en parte porque hemos operado sin anestesia a la palabra ‘caridad’.
Aunque el significado, vital creo yo, de la caridad es la solidaridad con los semejantes, la entrega desinteresada, su acepción más conocida es la de la limosna, la del resto que va hacia los que piden el chorreo en las calles o debajo de la mesa. Quizás, por eso, la Navidad a algunos les parece vacua, hipócrita, hasta oscura o inoportuna, en la medida que, como dice el cantautor chileno Eduardo Peralta, sirve “para esconder la realidad”.
En el entorno más cercano, sin embargo, queda el consuelo del abrazo sincero, de la ternura que sobrevive en medio del tráfago comercial, como una estrella solitaria que, empeñosa, trata de aplacar el vacío creado por las enésimas campañas de compre cualquier cosa. Sin ese oxígeno familiar esta fiesta sería una completa farsa, un espasmo de mentira creado por un sistema donde todo se compra, se vende y se trafica.
La caridad, entonces, rescata a la Navidad, cuando puede. La recoge no solo de las calles u hospicios tristes; la hace crecer en medio de abrazos paternales, maternales, fraternos, amistosos. La caridad, según San Pablo, es servicial, paciente; no es envidiosa, no se engríe. Y sobre todo no busca su interés ni se alegra de la injusticia. De acuerdo al apóstol atormentado, además, no acabará nunca, trascenderá a ciencias y profecías.
¿Nos la creemos? Puede sonar difícil en un mundo sembrado de tragedias, o en un país tasajeado por la violencia, ya sea en la selva, las ciudades o el Ande. Puede ser inútil en un escenario en el cual se puede hablar de ‘grados de inversión’ en medio de persistentes sismos de pobreza de inequidad. Puede ser iluso en un tiempo en el cual ni siquiera somos capaces de salvar a nuestra Tierra de los herodianos gases invernadero.
Pero no tenemos alternativa. Si viviéramos en otra cultura, en otro país o en otro hemisferio –no más de la mitad del mundo celebra, cristianamente, la Navidad-, siempre habría una fiesta de la esperanza, generalmente encarnada en la inocencia de un niño que nace, de un brote de vida que recomienza y transita por los días premunido tan solo de una desnuda caridad. Así fue entre los mayas, los persas, los griegos, los egipcios…
Incluso para los agnósticos, las ganas de volver a empezar, la tenue esperanza de una mejoría puede brillarle en los ojos en estas fechas, porque no es posible una vida plana, sin rituales que rediman la estulticia humana y nos hagan, sino divinos, por lo menos más cálidos. Y en ello la caridad tiene un papel esencial: nos saca de la cueva de egoísmo, del silo maligno de la indiferencia, para que podamos regalar aunque sea un abrazo.
Resulta algo cargante pedir, por enésima vez, ‘rescatar el verdadero sentido de la Navidad’. Pero cuando un veo un niño, rico o pobre, por la calle o en alguna casa amiga, siento que ese sentido no está en el Cielo sino en la Tierra. Y no solo en la sonrisa de futuro del infante sino en la ternura nunca extinta del humano de cualquier edad. En la fe en una nueva Tierra, que por lo menos crezca en nuestra imaginación y nuestros afectos.
Sin eso no se puede vivir, solo morir de pena. Por eso, aun cuando el bullicio de cada año trate de aplastar a la caridad, en medio de golpes de pecho o pomposas campañas, o cuando se escuchen prédicas vacuas o ligeras, pensemos, primero, que así somos, limitados y contradictorios, pero que, no obstante, necesitamos creer, aunque sea en una noche veraniega, o invernal, que el mundo no debiera ser tan cruel ni poco navideño.
Feliz fiesta de la vida, para todos, todas y para nuestro sufrido entorno que, como un pesebre olvidado, nos envuelve y nos alimenta a pesar de todo.
CRISTIANOS DE LAS DIFERENTES CREENCIAS, AGNÓSTICOS, ATEOS, BUENOS MUSULMANES, JUDÍOS Y TODOS LOS DEMÁS,
ResponderEliminarNOS REUNIMOS EN ESTOS DÍAS.
CLARO QUE QUEDAN AQUELLOS QUE PREFIEREN "FESTEJAR" RODEADOS DE ALCOHOL.
A TODOS, FELIZ NAVIDAD QUE CONMEMORA LA INICIACIÓN DE LA ERA CRISTIANA QUE A TODOS, CREAMOS O NO, NOS UNE EN EL PRINCIPIO DE "AMAR A TU PRÓJIMO COMO A TI MISMO"
Coco Seoane