En una época caracterizada por la generalizada ausencia de figuras dignas de respeto, Luis Jaime Cisneros fue algo así como un refugio grato para nuestra confianza en los mayores. A millares de quienes fuimos alumnos suyos nos marcó, como me recuerda una amiga, desde la primera clase. Porque LJC fue mucho más que un excelente profesor de lengua que supo enseñarnos el respeto y el cariño por el uso debido del idioma como instrumento de comunicación.
Para muchos, él personificó nuestro encuentro de la universidad. Hallamos en LJC a un maestro siempre digno, que tenía una palabra oportuna para cada circunstancia. Que era capaz de enseñar en muchos y diversos momentos. Por eso, su presencia perdurará más allá del campus de la Universidad Católica, en donde, sin duda –tal como nos prometió en su último discurso público, al serle conferida la condición de profesor emérito el año pasado– seguirá vigilando discretamente lo que allí ocurra.
Personalmente, debo agregar que alguna de sus observaciones marcó mi vida profundamente. Por eso es que la partida de Luis Jaime incrementa la lista de “mis muertos”, aquéllos pocos que quisiera reencontrar algún día para reiniciar la importante conversación interrumpida.
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