Siempre sucede así: la primera impresión suele ofrecernos un perfil sincero del personaje. El domingo el debate nos ofreció nuevamente una primera impresión. Vimos a cada candidato puesto al centro de una vitrina, lejos de sus portátiles, sin capacidad de camuflarse en la ignorancia de los atolondrados periodistas, huérfanos del apoyo de sus correligionarios, desnudos en la improvisación ante la mirada de miles de miles de televidentes.
La jornada fue exigente para quienes nos obligamos a seguirla completa pues fue aburrida. No se trató en estricto de un debate sino una antología de lugares comunes. Con el ánimo de compartir mis antiguas/nuevas impresiones, ofrezco al conciudadano algunos comentarios bienintencionados y en borrador.
Ollanta Humala es militar antes que político -o su forma de ser político sucede desde la cultura castrense- y ayer fue evidente una vez más esto. El comandante no declaraba con su voz sino que leía un texto que -presumo como tanta gente- ha sido escrito por sus asesores. Eso sí, fue disciplinado, no se salió de las indicaciones dictadas por su esquina, mostró aplomo de mando medio. Hasta cuando decía “les doy mi palabra” estaba leyendo, siguiendo un buen libreto estratégicamente elaborado, como toda su campaña. La performance de Humala también nos dijo que él no respeta las reglas aunque sigue las retóricas reglamentarias, puesto que cuando le tocaba preguntar, no preguntaba, dictaba repetidamente su propuesta. (¿nos quería decir que, en el fondo, es un pendejo?) Y cuando fue invitado a responder los temas difíciles que lo acompañan, desdeñó la oportunidad, demostrando que no es sensible a la rendición de cuentas ni a la clarificación de las denuncias que hieren su reputación.
Castañeda Lossio estuvo desconectado, fuera del debate, sugiriendo que el intercambio de opiniones le resulta pueril. Lo suyo es el monólogo de la infraestructura, la autocracia de las obras. Lucho sólo habló con energía, y hasta de forma imperativa, cuando se refirió a su gestión municipal; después, cuando le tocó demostrar que puede ser un estadista, balbuceó, miro de costado, afirmó generalidades inconexas. A esta altura queda claro que no es mudo, que nunca lo fue, sino que se hacía. Y lo que también se hizo evidente es que tiene ciertos rasgos políticos autistas, no porque haya nacido así sino porque aparentemente no le interesa el diálogo ni sabe bien para qué sirve.
Keiko Fujimori expresó con solvencia e hidalguía los límites del fujimorismo. Durante la campaña Fuerza 2011 ha evidenciado que no le preocupa conquistar nuevos electores porque sabe que no pueden hacerlo, sino no se comprende por qué la candidata subrayó tantas veces su herencia. El discurso de Keiko estuvo orientado a no perder los votos adheridos al pasado de su familia. Ella también fue disciplinada y siguió la ruta trazada por sus maestros –o por lo menos eso parece-, y en ese trance se lució como una alumna aplicada pero carente de peso propio. No estuvo mal, hizo bien su tarea, pero para jugar como su padre debió actuar a la ofensiva. Parece que ella nunca ha jugado pegada a la red y mucho menos de armadora. La hija de Alberto Fujimori también lee libretos –lo hizo desde la CADE- y tiene cierta dificultad para ofrecernos su propia voz. Ella está tratando de recuperar una estela conformada por una antigua fidelidad clientelista. Pura añoranza.
PPK, es decir, Pedro Pablo Kuczynski fue, de todos, el único que no se ató a su personaje gracioso y pachochón; por el contrario, se esforzó por compartir sus ideas, por transmitir una mensaje propio, mas no pudo escapar del sentido común actual, acaso porque él lo representa orgánicamente. Como los demás –incluyendo a Humala por supuesto- defendió los consensos nacionales y abogó entonces por un crecimiento seguro acompañado de una inmensa sensibilidad contra la pobreza. PPK es un buen funcionario público -y también privado- que no ha perdido cierta vena académica, pero como estadista pareciera que le falta vuelo, que carece de cancha y concha. Es verdad que la tos le jugó una mala pasada, es verdad también que por eso se nos presentó frágil, disminuido, avivando el temor de que acaso no tenga salud suficiente para tremendo encargo.
Alejandro Toledo es -lo conocemos tanto- ontológicamente desarticulado. Su discurso nunca es discurso, es una colección de frases célebres que ha ido recogiendo en la última década. Toledo intenta decir algo y a veces termina diciendo otra cosa pero todos entendemos al final qué quiso decir. En las entrevistas posteriores estuvo mejor pues relajó un poco esa táctica con la que le está yendo tan mal, esto es, polarizar entre la continuidad y el salto al vacío. En el debate fue de menos a más, transitó desde el cansino balbuceo hasta la pícara carambola, y en el camino nos dijo que a veces es corajudo y, otras tantas, que no puede con esa arrogancia que le mete cabe y lo hace tan antipático. Acaso el cholo, con su dispersión, representa bien la fragmentación del sistema político, la atomización de una sociedad diversa, el predominio de frágiles instituciones civiles, la hegemonía de la inmediatez y de las decisiones de última hora.
Para terminar, una conclusión inconclusa.
Sospecho que en el Perú maceramos un gran consenso desde hace dos décadas: nadie quiere cambios de raíz, nadie quiere poner en riesgo lo avanzado aunque lo avanzado nos tenga insatisfechos. Todos queremos cambios responsables. Por eso será que Humala juega hacia la derecha, por eso será que Keiko simpatiza con el comandante, por eso será que todos le revientan cuetes al alcalde Castañeda, por eso será que PPK y Toledo se rechazan como se rechazan los gemelos que buscan diferenciarse.
Parece que los peruanos somos volátiles para la política pero sospechosamente estables para la macroeconomía. Guardamos con celo los vectores del “modelo” desde una conciencia en sí, no para sí. Defendemos el sistema de forma solapa, alentando a los antis y obligándolos luego a moderarse drásticamente. Sino no se entiende la disposición a fragmentar el Congreso, a quitarle el piso a los escasos grandes partidos, a forzar empates electorales que se resuelven en la cola, a saturar el centro con excesiva dedicación.
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Catherine
"Si no (separado) no se entiende", y no "sino no se entiende". Es un condicional: si SI o si NO.
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