En este artículo voy a tocar los comentarios que hizo el doctor Alexander
Grobman al mío de setiembre, en esta misma publicación.
Aclaro mi posición personal en el sentido de reconocer la manipulación
genética como un avance científico, con resultados ya importantes en materia de
medicamentos, y de no tener un rechazo de principios a los transgénicos en
agricultura. Sí busco contribuir a la salvaguarda de los derechos de los
consumidores a conocer los riesgos y a decidir sobre los que están dispuestos a
asumir, a que el nivel de riesgo esté respaldado científicamente por
investigaciones independientes, a que se evite o prevenga riesgos ambientales, a
que los agricultores no se perjudiquen por prácticas abusivas y a que nuestro
país con su agricultura saque el máximo provecho de sus fortalezas.
Coincido con Grobman
en que en mucha
gente hay temor frente a lo desconocido, en parte irracional, lo que hay que
contrarrestar, y que es muy frecuente una actitud de desconfianza o de
hostilidad hacia la ciencia y los avances tecnológicos, basada en prejuicios y
desconocimiento. Aprecio que Grobman esté incluyendo la agricultura orgánica
entre los aportes para encarar los grandes retos del mundo moderno. Concuerdo
en que hay problemas frecuentes en la agricultura convencional mal aplicada,
que es con frecuencia mucho más nociva que lo que se teme razonablemente de los
transgénicos. Las buenas prácticas agrícolas, impulsadas también desde Global
Gap (organización internacional de las mayores empresas de comercialización de
alimentos al por menor, que BIOLATINA también certifica) y otras instancias,
contribuyen mucho a disminuir los daños que puede causar la agricultura
convencional. Esto es un avance atribuible a los cambios culturales positivos
en el contexto de la globalización.
Estoy muy de acuerdo con la importancia y con los éxitos del
fitomejoramiento convencional, por selección e hibridación, al que ha aportado
mucho Grobman en su larga carrera, y que incluye la obtención de variedades más
resistentes a plagas, sin necesariamente incorporar el factor Bt, y más
resistentes a factores ambientales negativos. Si nos hemos estancado en ello no
es por cierto por los transgénicos (TG) ni por la agricultura orgánica, sino
por ignorancia, miopía, desidia, politiquería y populismo de muchas de nuestras
autoridades, que durante décadas han descuidado terriblemente o hasta destruido
gran parte de nuestras tan necesarias capacidades de investigación aplicada en
agricultura.
Pero estoy en desacuerdo con afirmaciones específicas del doctor Grobman
con relación a los TG. Y lamento que trate de descalificar mis argumentos
diciendo que obedecen a un interés evidente, por ser presidente del directorio
de una certificadora ecológica, interés coherente y legítimo. Por cierto
promuevo tanto la agricultura orgánica en general como BIO LATINA en particular
por la misma razón de estar convencido de su carácter positivo para nuestra
agricultura y nuestra sociedad y economía. Pero insisto en que mis opiniones
son personales y no necesariamente coincidentes en todos los aspectos con la
normativa orgánica internacional que BIO LATINA aplica fielmente. Destaco que
esa normativa es fruto de discusiones científicas y decisiones democráticas
tanto en el seno de IFOAM, el movimiento internacional de agricultura orgánica,
como en diversas instancias internacionales. Respondo a los argumentos de
Grobman y no lo descalifico a él por sus responsabilidades empresariales.
La moratoria a los TG y la obligación de etiquetado no son producto de
fundamentalistas, aunque los haya entre sus defensores, sino principalmente de
personas responsables pensando en los beneficios para el país incluidas, por
supuesto, personas que producen, comercializan o consumen conscientemente
productos orgánicos, por convicción y por las reglamentaciones internacionales
que siguen. A su generación ha contribuido el Centro Ideas, la ONG de promoción
del desarrollo, con 35 años de actividad ininterrumpida, de la que he sido
cofundador y presidente y en la que soy miembro del directorio.
En un artículo anterior había sostenido que a nuestro país le conviene
la moratoria de TG porque respalda nuestra posición comercial en Europa tanto
para productos orgánicos como para la mayoría de los convencionales producidos
bajo buenas prácticas, y, crecientemente, también en los Estados Unidos así
como en otros países que tienen un porcentaje significativo o hasta mayoría de
consumidores que desconfían de los TG. Nuestra geografía agrícola no es
propicia para los TG, cuyas principales versiones comerciales actuales
normalmente requieren de grandes extensiones de tierras de condiciones relativamente
homogéneas para ser rentables.
Y la obligación de etiquetado de los productos importados con insumos TG
es una respuesta a la legítima demanda de los consumidores de poder decidir si
desean o no exponerse a los riesgos conocidos de estos. Esto significa un
pequeño costo adicional para las empresas que los producen, normalmente de gran
tamaño y poder económico. Lamentablemente aún no ha sido reglamentada debido a
resistencias y desidia en el Ministerio de Agricultura y SENASA.
Claro que un rechazo creciente a los productos con TG puede llevar a una
disminución de su participación en el mercado, pero ¿no sería eso resultado de
las ventajas de la libre competencia en una sociedad con libertad de elección
de los consumidores, que efectivamente es un modelo deseable cuando realmente
funciona?
Si estudios verdaderamente independientes de las transnacionales de
semillas, alimentos y medicamentos, y por un plazo adecuado, llegaran a
demostrar con certeza razonable –nunca total- que los TG en general o algunos
en particular no causan daño a la salud ni a la ecología, podremos cambiar
nuestra opinión como país y no renovar la moratoria.
Grobman, también Monsanto, plantean correctamente el distanciamiento
físico y fisiológico entre cultivos para evitar cruzamientos no deseados, pero no consideran
el transporte de polen y semillas por viento, insectos y aves, lo que ha
sucedido incluso a distancias considerables, y tampoco el problema real de
malezas cercanas que, según varios estudios, en algunos casos ya se han
convertido en supermalezas resistentes al glifosato.
Grobman toma a la ligera el problema de la resistencia creciente a los
glifosatos. Según él, siempre se ha tenido una respuesta a las resistencias con algún nuevo
producto o una nueva variedad lo que, a juzgar por el paralelo con los antibióticos, dista de ser
fácil y, aunque puede luego ser muy rentable para una transnacional, antes ha
podido arruinar a muchos agricultores.
En su comentario relativo a la salud, solo señala, con razón, que hay
herbicidas aún más tóxicos que el glifosato y que una parte del daño que causa
este se debe a excesos en su aplicación, que además son económicamente
contraproducentes para la empresa agrícola. En la realidad es altísimo el
porcentaje de agricultores que no cumplen con las recomendaciones técnicas. Y
esto no desmiente para nada los estudios sobre consumo de lo producido aún con
las mejores técnicas, que indican la existencia de daños severos en ratas de
laboratorio –que, como había señalado, sin ser concluyentes, son serios y preocupantes.
Los temores de consumidores y las prevenciones de científicos y
autoridades respecto de los TG también tienen otros componentes muy racionales,
dados los antecedentes de grandes corporaciones, incluidas las alimentarias y
de medicamentos, de ocultamiento de los riesgos de sus productos y de
manipulación de políticos y de los mercados para mantener sus ganancias. Es
cierto que hay un sesgo anti Monsanto, pero también que es la principal y
emblemática, aunque no única, gran productora de transgénicos y que tiene un
historial poco envidiable al respecto.
Es bastante confuso lo que Grobman dice en su comentario respecto del
hambre en el mundo y lo que absurdamente llama posición chic mía. Atribuye la
mayor demanda y el
déficit de alimentos a escala mundial, además del despilfarro, a la
superpoblación (como Malthus –más adecuado es decir aumento de la población),
al cambio en hábitos de consumo, desastres naturales, incremento de plagas y
enfermedades, etc., y menciona al cambio climático, todo lo cual es importante.
Pero obvia la contribución a esto de la agricultura moderna en enormes
extensiones, crecientemente con TG, en muchos casos previa deforestación, que
es disruptiva para la pequeña producción campesina y prioriza la producción
agrícola para alimentación de ganado y para la avicultura, la forma menos
eficiente de alimentación humana en materia de consumo de energía y agua, así
como para producir etanol, combustible cada vez más cuestionado por razones
ambientales.
Destaco que según la FAO cada año se pierden unas 1300 millones de
toneladas de alimentos, por un valor estimado de 750 mil millones de dólares, en
toda la cadena de producción, comercialización y consumo, y que, en opinión de
un experto de la FAO, con un cuarto de esos alimentos se podría alimentar a los
más de 800 millones de personas que padecen hambre en el mundo (sin necesidad
de TG y sin aumento de la superficie agrícola). Esto es otro argumento
importante a favor de la precaución, para evitar riesgos innecesarios.