De adolescente yo
tenía una visión bastante apocalíptica del mundo, influida por la cercanía de
la terrible Segunda Guerra Mundial y por la Guerra Fría que amenazaba con desembocar
en la Tercera Guerra Mundial, aún más destructiva que la anterior. Además me
imaginaba el año 2000 con naves extraterrestres acechándonos.
Después de terminar
la secundaria en el Colegio Alexander von Humboldt en Lima, durante los dos
años de bachillerato en Alemania, 1962 y 1963, aumentó en mí el temor a la
guerra nuclear, que muchos veían como un riesgo inminente. A eso contribuyó en
octubre de 1962 la crisis de la base de misiles atómicos rusos en Cuba,
desactivada gracias a tacto y mutuas concesiones entre Kennedy y Kruschev (de
parte de la URSS el desmantelamiento de la base y de parte de EEUU el
compromiso de no invadir Cuba y de desmantelar las bases de misiles en Turquía,
lo que sucedió medio año después).
Esta extraña
introducción para hablar de transgénicos está inducida por la lectura de un
reciente y sorprendente artículo de Jacob Darwin Hamblin, en el New York Times,
sobre las lecciones ecológicas de la Guerra Fría. Sorprendente, porque nos
habíamos olvidado tanto, pero coherente.
En apretado resumen:
recuerda que en los años cincuenta y sesenta el peligro de una guerra no fría
obligaba a pensar en cómo sobrevivir como humanidad. Ante la posibilidad de una
guerra total con la Unión Soviética los estrategas en Estados Unidos preveían
que no solo militares y civiles sino también plantas, animales y ecosistemas
enteros podían ser las víctimas. Imaginaban que armas atómicas, biológicas y
químicas podían, además de su efecto destructivo y de contaminación inmediatos,
ser usadas para hostigar al enemigo con intensas lluvias, con la destrucción de
sus cultivos y de repente causar estragos con detonaciones que afectaran el
clima o provocaran terremotos. Durante la Guerra de Corea el congresista Albert
Gore padre incluso urgió al presidente Truman a contaminar una enorme franja de
territorio con desechos nucleares con la expectativa de desanimar a las tropas
comunistas de avanzar hacia el Sur.
A inicios de los sesenta la OTAN denominó eso guerra
ambiental y se propuso buscar mantener viva a la gente después de la
devastación inicial. Para ello los científicos consideraron que el mejor
enfoque era proteger los ecosistemas. Un ecologista de Oxford, Charles Elton,
argumentó que la creciente simplificación de los paisajes con herbicidas o la
plantación de una sola especie de cultivos en grandes áreas eran una receta
para el desastre. Consideró que la mejor defensa frente a enfermedades,
invasión de otras especies o catástrofes naturales era conservar tanta variedad
biológica como era posible en los campos y cercos vivos, lo que ahora llamamos
biodiversidad, en tanto la mayor complejidad de un ecosistema reduce la
importancia relativa de cualquiera de sus elementos en riesgo, haciendo menos
vulnerable al sistema. En los años ochenta analistas de la CIA analizaron que
en caso de un cambio climático inducido, los Estados Unidos con su mayor
diversidad agrícola sufrirían menos que la URSS.
En el mismo sentido deberíamos en la actualidad considerar
la biodiversidad no como un asunto filosófico sino de sobrevivencia.
Actualmente, agrego, las probabilidades de un conflicto
nuclear o de guerra biológica o química de escala mundial son mínimas, y
conflagraciones menores o accidentes graves por armas nucleares, químicas y
biológicas, de efectos mundiales, tampoco muy probables y, en todo caso, con
consecuencias menos cataclísmicas. Pero de lo que ya tenemos certeza es que
estamos en un proceso de calentamiento global con consecuencias graves en lo
climático. Aunque no hay consenso sobre la proporción de éste atribuible a la
acción humana o a factores cósmicos, sí es indudable que la acción humana
contribuye fuertemente. Además siempre es posible una erupción volcánica
gigantesca como las que ya afectaron el clima mundial en los últimos siglos y
milenios.
Ya que de todos modos irá en aumento el cambio climático,
con crecientes alteraciones del clima, más extremas e irregulares, se hace
imperativo enfrentar sus consecuencias en mejores condiciones, en primer lugar
con la conservación y ampliación de la biodiversidad. Ésta no solo diversifica
el riesgo de pérdidas de cosechas sino también ayuda a conservar los recursos
productivos, comenzando por el suelo, pero también una capacidad variada de los
agricultores y empresas agropecuarias que facilita su adaptación a los cambios;
además ayuda a lograr microclimas más favorables. Para ello es clave la
agricultura orgánica en sus variantes, y contribuye desde la agricultura más
convencional el sello Global GAP, de las grandes cadenas comerciales, que bajo
presión de los consumidores europeos promueve prácticas social y ambientalmente
más responsables.
Y allí entra el tema de los transgénicos. Más allá de si
afectan o no la salud humana, lo que debe ser abordado con seriedad y aplicando
el principio de precaución, y más allá incluso de su cuestionada rentabilidad
de mediano y largo plazo para los agricultores, definitivamente los
transgénicos, al menos los de Monsanto y empresas similares, sí estimulan aún
más los monocultivos no solo de una especie sino de una o muy pocas variedades
de cada especie, lo que, junto con la destrucción masiva de bosques, aumenta enormemente
la fragilidad de nuestros ecosistemas, con un aumento considerable del riesgo
frente al cambio climático y frente a cambios en las plagas.
Una noticia reciente
en el Wall Street Journal da nuevas luces sobre este candente tema. La creciente
resistencia de la plaga del gusano de la raíz del maíz a las semillas
transgénicas de Monsanto ha llevado en EEUU en el primer trimestre de este año
a un aumento del 41% de las ventas de pesticidas. Dos tercios de las casi 40
millones de hectáreas de maíz cultivado en EEUU ya provienen de semillas de
Monsanto.
Monsanto afirma que
aconseja a los productores rotar sus cultivos para romper el ciclo del gusano
de raíz y señala que ya están vendiendo semillas con más de un factor
resistente al gusano. La Agencia de Protección Ambiental de los EEUU- EPA –
advierte sin embargo que los gusanos que han desarrollado resistencia a las
primeras semillas transgénicas son más propensos a volverse resistentes a otras
versiones; y señala además que otras plagas se están propagando porque la
mayoría de agricultores siembran maíz cada año en las mismas tierras.
La mayor empresa
norteamericana de pesticidas, American Vanguard, ha comprado en la última
década una serie de tecnologías y de empresas de pesticidas en una apuesta a
que la demanda por los insecticidas aumentaría cuando el maíz Bt (la toxina
insertada) comenzase a perder su eficacia. Esa apuesta está dando sus frutos.
Su facturación de insecticidas de subsuelo aumentó en 50% en 2012 y su ganancia
70%. En el primer semestre de 2013 sus ventas subieron 41%.
Los defensores del
maíz transgénico han desestimado airadamente las advertencias ecologistas sobre
justamente esos riesgos. ¿Son realmente tan descabelladas, si incluso un
gigante de los pesticidas apuesta sus capitales a que estos riesgos se
materialicen y si su efecto en el aumento de la extensión de monocultivos es un
riesgo que estrategas de defensa y seguridad consideran multiplicado?
Estimado Alfredo , aporto esta informacion de mi amigo Luis Ravizza (Q.E.P.D) u trabajo de recopilacion de hechos comprobables .
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