El informe de Seralini en 2012 sobre su investigación de 2 años
(ampliación de su estudio inicial de 9 meses en 2007) con ratas alimentadas con
dietas que contienen maíz transgénico de Monsanto, con y sin el herbicida
Roundup y solo con Roundup (glifosato), señala que las ratas hembras en el grupo tratado
murieron más temprano y con mayor frecuencia que las del grupo de control, y
también desarrollaron tumores mamarios más tempranamente (que podrían
transformarse en cáncer). Los machos mostraron niveles de congestión y necrosis
de hígado más elevados y nefropatías de riñones. Los autores subrayan que el
76% de los parámetros bioquímicos alterados estaban relacionados con los
riñones. Concluyen que son necesarias más investigaciones. Algo totalmente
razonable.
Seralini considera, con razón, que la reacción de EFSA reivindica su
investigación. Resumo aquí sus comentarios ante la controversia generada, en
que refuta las acusaciones más frecuentes:
·
Frente a quienes lo consideran un estudio de cáncer mal diseñado, Seralini
sostiene que es un estudio de toxicidad crónica, explícitamente no de
carcinogénesis.
·
Afirma que es el único estudio de largo plazo del maíz NK603 y del pesticida
Roundup, con el que éste está asociado.
·
El estudio usa la misma variedad de ratas usada por Monsanto, que es
además la más comúnmente utilizada en ese tipo de investigaciones. Esta
variedad tiene una propensión similar a la de los humanos a desarrollar
tumores, que aumenta con la edad, por lo que es también la variedad preferida y
recomendada de investigaciones sobre carcinogénesis.
·
Utilizó el mismo número de ratas que los estudios de la industria, solo
que por dos años en vez de cinco o seis semanas, distinguiendo los efectos del
TG de los del pesticida y midiéndolos con mayor frecuencia que Monsanto.
·
Si su estudio no prueba que el TG testeado es peligroso, con mayor razón
hay que aceptar que los estudios de la industria no pueden probar que sea seguro.
·
Los tests habituales más cortos no duran lo suficiente para ver efectos
de largo plazo como tumores, daño de órganos y muerte prematura. Los primeros
tumores recién aparecieron después de cuatro a siete meses de la investigación.
·
Tanto la industria como los reguladores se equivocan al no considerar
biológicamente significativos los efectos tóxicos encontrados en los estudios
de Monsanto.
·
Son numerosos
los estudios que muestran efectos tóxicos de los TG en animales de laboratorio
y de granja y del Roundup (el glifosato de Monsanto) en su sistema endocrino.
Seralini informa que el costo de su
investigación ha sido de 3,2 millones de euros.
Hasta aquí
Seralini.
Partidarios de
los transgénicos denuncian que el financiamiento a Seralini proviene de entidades
ambientalistas –David contra los gigantes, lo que, sin que descalifique su
investigación, refuerza la exigencia de estudios independientes.
La antes mencionada declaración de nueve científicos de diferentes
países en apoyo a Seralini comienza señalando graves antecedentes de
hostigamiento a científicos que han publicado estudios de riesgos de alimentos
transgénicos (claro que eso no se da solo respecto de los TG). Recuerdan que
por ello en 2009 veintiséis entomólogos especializados en maíz recurrieron al
inusual mecanismo de enviar a la Agencia de Protección Ambiental de EEUU una
carta de queja anónima respecto de la negativa de la industria de TG de
permitir el acceso a TG para investigación (ésta se reserva derecho de decidir
para qué pueden ser usados sus TG). Ante la presión generada, la industria
suavizó ligeramente su posición restrictiva.
Informan que las reseñas en los más prestigiosos medios de difusión
científica (Science, New
York Times, New Scientist, Washington Post) sobre el artículo de Seralini
uniformemente dejaron de balancear críticas al estudio con expresiones de
acuerdo o apoyo, minimizándolas u omitiéndolas. Y señalan que muchos
científicos publican artículos contrarios con falacias diversionistas, medias
verdades o incluso mentiras, cuyo efecto –y a veces objetivo- es sembrar
confusión.
Indican que
las autoridades –como EFSA, EPA y FDA- tienen una responsabilidad importante al
aprobar protocolos de investigación deficientes, con poco o ningún potencial de
detectar consecuencias adversas de los TG, exigir pocos experimentos, y éstos solo
a cargo de las propias corporaciones o de agentes suyos.
Consideran que
los gobiernos se han acostumbrado a usar la ciencia cuando les conviene. Ponen
como ejemplo al gobierno de Canadá que, después de haber encargado a la
Sociedad Real de Canadá un estudio sobre TG, básicamente ignoró sus
recomendaciones.
Señalan que
todo esto erosiona la confianza pública en la ciencia y en las instituciones y
expone a riesgos a la población. Subrayan, y coincido plenamente, que la
confianza pública y la salud humana son dos valores que tenemos que cuidar.
Un problema
que encontramos en todo lo relacionado con alimentos es la llamada equivalencia
sustancial, que significa que un nuevo alimento o componente de alimentos es
considerado sustancialmente equivalente a su similar de origen natural si tiene
la misma composición química, y se concluye que por lo tanto puede ser tratado
de la misma manera respecto de su seguridad. La industria usa este argumento
para evitar que los nuevos genes sean considerados aditivos, lo que obligaría a
más estudios y a su mención en las etiquetas.
Esto recuerda
la eficaz y perniciosa propaganda de las empresas de lácteos para bebés,
indicando que eran equivalentes e incluso superiores a la leche materna,
inicialmente quizá de buena fe. La mayoría de los médicos, también de buena fe,
hacía suya esa afirmación ingenua o mentirosa, y las empresas bombardeaban a
las lactantes desde el hospital o clínica con muestras gratis para inducir el
consumo. En algunos sitios lo siguen haciendo. Ha tomado décadas de campañas de
científicos responsables y ciudadanos y políticos preocupados el desenmascarar
ese error y luego engaño fundamentado en estudios científicos de las
corporaciones.
Por supuesto
que la existencia de leches industriales más apropiadas para lactantes que la
de vaca es un beneficio para madres que no producen suficiente leche –o
ninguna, como fue el caso de mi madre, lo que me hizo más propenso a
enfermedades infecciosas, pero reemplazar la leche materna por ella es un
crimen. Y también para después del destete –ojalá siempre lo más tardío
posible.
Tenemos
también el caso de las grasas trans artificiales, que de repente han resultado
ser, de modo generalizado, sustancias dañinas a ser evitadas, pero que durante
décadas han sido usadas (y siguen siendo usadas, en proporción felizmente decreciente)
en la fabricación de alimentos, a pesar de crecientes advertencias sobre los
peligros que entrañan para la salud.
Las grasas
trans aparecen, también en la cocina casera y de restaurantes, con el
calentamiento de alimentos a altas temperaturas, en particular con las
frituras. En la industria se derivan de hidrogenar las grasas y solidificarlas,
para transformarlas, por ejemplo, en la antes supuestamente tan saludable
margarina, y para agregarlas a muchos otros productos con miras a mejorar su
consistencia y sabor (para aumentar su atractivo para los consumidores) y facilitar
su conservación. Así aparecen, con una alta concentración, en muchas galletas,
dulces y alimentos congelados, como pasteles y pizzas, entre otros. Incluso en
la década del 80, habiendo ya muchas voces críticas desde la ciencia, la
industria hizo campañas a favor de las grasas trans como buenas frente a las
saturadas –como la manteca- que serían malas (resultaron ser menos malas que
las trans).
El consumo de
alimentos con grasas trans obstaculiza el paso de nutrientes de y hacia las
células y aumenta las lipoproteínas de baja densidad (LDL), o colesterol
"malo", lo que eleva fuertemente el riesgo de enfermedad coronaria.
Es probable que favorezca la generación de cáncer.
Ya en 1978,
hace 35 años, una investigadora norteamericana de lípidos, Mary Enig, fue la
primera en publicar datos relacionando el consumo de grasas trans con problemas
cardiovasculares y cáncer, solitariamente en contra del amplio consenso
científico y médico -expresado en investigaciones, publicaciones y su
financiamiento-, que más bien recomendaba el consumo de margarinas en vez de la
denigrada mantequilla. Como relata la autora en un ensayo, representantes y
asesores de Kraft Foods y Unilever, obviamente preocupados por el prestigio de
la ciencia, la visitaron para pedirle que se retractara.
Poco después
un investigador de Harvard, interesado en averiguar la verdad, inició un
estudio de ocho años de la alimentación de 85000 enfermeras. Encontró que
quienes habían consumido más grasas trans habían aumentado el riesgo de una
enfermedad cardiaca.
Siguieron
décadas de controversia, y poco a poco más científicos y políticos fueron
aceptando las evidencias, frente a la tenaz resistencia de la industria y sus
científicos, ante campañas de personas e instituciones del mismo tipo que ahora
tan “irresponsablemente” cuestionan a los transgénicos. Recién el año pasado la
FDA recategorizó las grasas trans artificiales y expresó su intención de
prohibirlas o de obligar a disminuir drásticamente su proporción
en los alimentos. Y ya son prohibidos en varios estados.
Publicado por Grupo Agronegocios
Me queda la duda, que no hay en otros países con reglamentos de publicar un pegatina, ¿cuando el alimento es transpirenaico o no?
ResponderEliminar¿Cómo se puede saber?
Muchas gracias por su artículo
Atentamente,
Jorge Enrique Seoane
press@metroperu.com
jseoane@metroperu.com