Es evidente que tenemos demasiado Estado en
cuanto lo que realmente aporta a un mejor funcionamiento de nuestra sociedad,
pero también demasiado poco Estado con relación a tareas importantes que no
aborda o hace mal. En otras palabras, sobra Estado de mala calidad y falta
Estado de buena calidad.
Eso no lo obtendremos por alguna ley
milagrosa y en un corto plazo, pero debemos aspirar a lograrlo progresivamente,
a partir de una voluntad política en ese sentido y de una política de Estado
que lleve a reformas profundas y sostenidas que lo vayan revolucionando para
bien. Eso requiere partidos políticos que lo asuman y una revaloración del
servicio público de parte de las personas de mayores calificaciones así como
respeto por la continuidad de los programas del Estado y de los funcionarios
capaces en todos los puestos de dirección. Algo por ahora tan utópico como
indispensable. Por lo tanto, requiere que la sociedad civil vaya evolucionando
positivamente, lo exija y esté dispuesta a apoyarlo. Y eso está dándose poco a
poco.
A pesar de enormes deficiencias, algo de
eso tenemos en nuestros ministerios de Hacienda y de Relaciones Exteriores, en
algunas entidades como el Banco Central de Reserva, superintendencias y
Defensoría del Pueblo, y en varios otros segmentos del aparato estatal. También
en algunos promisorios desarrollos en nuestra sociedad.
La Ley Servir, del Servicio Civil,de 2013, que
empieza a ponerse en práctica, parece corresponder en cierto grado a ese
objetivo, a través de la mejora del nivel de los funcionarios públicos y de los
mecanismos de acceso y promoción. No puedo pronunciarme sobre sus
carácterísticas.
La mala calidad del Estado central, a pesar
de algunos ministros y muchos funcionarios bien intencionados y con cierta
capacidad, se siente y percibe más en tres sectores claves.
La salud y la educación públicas parecen
seguir en un proceso de continuo deterioro, frente a sus vertientes privadas
más interesadas en ganancias rápidas que en brindar un servicio de calidad
(claro que con excepciones). La situación de seguridad sigue empeorando y hay el
riesgo real de llegar a tener un Estado mafioso.
Un símbolo de ese proceso de corrupción
institucional, con enormes ramificaciones, parece ser Rodolfo Orellana, a la
vez que evidencia de que todavía hay fuerzas capaces de ofrecer una resistencia
efectiva.Hay un movimiento anticorrupción fuera, pero también dentro del
Estado, débil, pero notable, con apoyo –selectivo- de algunos órganos de
prensa, que hace concebible que podamos contener y quizá hacer retroceder a ese
cáncer que nos corroe.
En el caso de la seguridad es inexplicable
–en realidad muy explicable por ineficiencia, dejadez y corrupción- que en muchas
comisarías haya condiciones materiales insuficientes o deplorables, que se
vayan generalizando y agravando los casos de extorsión a empresarios, simplemente
con amenazas o a cambio de la protección que la policía no les puede ofrecer, y
se multipliquen policías cómplices de bandas criminalesy hasta sicarios, por
poner solo tres ejemplos, también ampliamente representados en Lima.
La Municipalidad de Lima Metropolitana
tiene algunos planes positivos, ambiciosos, pero corren el riesgo de no ser
llevados a cabo por la falta de una política amplia de concertación entre todas
o la mayoría de fuerzas políticas. Y las próximas elecciones ofrecen la perspectiva
desoladora de tener que escoger un mal menor, cuando sería de esperar que
también en la capital comenzara una tendencia a la regeneración de la política
también en el plano electoral.
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