Tras la muerte de Mario Benedetti, acaecida el 15 de mayo del 2009 en Montevideo, naufragué en dos modestos empeños dominicales: encontrar una foto de él joven y no ponerme cursi. Por más que buceé en la infovía a la pesca de una imagen del poeta rozagante, al menos cuarentón, no lo conseguí. Y a pesar de que luché, armado de viril racionalidad, contra la envolvente ternura de sus versos, igual me he conmovido.
Lo de las fotos quizás sea una mera casualidad, una simple decisión de las webs y los editores, pero algo me dice que, para todas las generaciones, Benedetti era ése que hemos visto estos días flotando en los portales de decenas de diarios de habla hispana: un anciano bonachón, de ojitos amorosos, de sonrisa dulce, de porte modesto y carente de toda pretensión figuretti. Una suerte de vate veterano, respetable en verbo y alma.
.Sobre lo cursi, hay más verso que rebanar. Conozco gente – en su mayoría escritores, algunos jóvenes- que casi lo detestaban, que prácticamente lo habían proscrito del Olimpo literario porque, presuntamente, era huachafo, simplón, superfluo. Un amigo mío –poeta premiado él- literalmente rabiaba, en prosa, cuando escuchaba su nombre, al parecer porque su masivo éxito (el de Benedetti, por cierto, no el suyo) era sospechoso.
Algo así como que, dado que sus poemas les gustaban tanto a las secretarias como a los curas, Benedetti estaba condenado a ser un escritor fácil, menor. De hecho, siempre observé que el autor uruguayo no era tan tan mencionado en las pocas conferencias o cónclaves literarios a los que asistí. Como que se le consideraba un militante de izquierda, de buena prosa y con peculiares poemas amorosos, pero no mucho más.
Ese miedo a coincidir con los gustos masivos (con la gente con pésima ortografía acaso) me llamó continuamente la atención. Podía expresar la soberbia literaria de ciertos ‘iniciados’, aunque también la resistencia a admitir que hay algunos seres que por alguna razón, o más bien motivo profundo, logran encontrar el punto de encuentro sutil entre la forma, el contenido y la conexión con cualquier alma, por despistada que ésta sea.
Como lo hizo Luciano Pavarotti con el bel canto, el autor de poemas como Te quiero o Táctica y Estrategia ayudó a la poesía a descender desde las alturas de los entendidos al llano donde habitan todas las humanidades. Y donde cualquier conciencia transida, sea la de un oficinista o la de una colegiala enamorada, reclama su derecho a la ilusión escrita, a la palabra transformada en esperanza, al verbo trocado en instante hermoso y perdurable.
Mi táctica es quedarme en tu recuerdo/ No sé cómo ni sé con qué pretexto/, pero quedarme en vos… ¿Qué tienen de extraordinarias estas palabras? Nada, probablemente nada, si las sometemos a los parámetros de la Academia Sueca, que, todo indica, nunca miró a Benedetti con mucho interés. Pero para el amante desolado, para la joven desamorada, esas simples líneas podían significar un modo de hacer la vida más intensa.
Después de Neruda, como ya se ha dicho, es el poeta más leído, el más socorrido, el que se pone en cartitas de amor o se escribe en paredes inolvidables. Y al igual que el vate chileno fue un izquierdista orgulloso hasta el fin (¿qué hace que los poetas más militantes sean también los más románticos?), un hombre que no claudicó, que fue siempre él mismo, poética y políticamente. Jamás fungió de bombero de sus propias ideas.
Por esa persistencia política, alguna gente lo odió y lo amenazó, al punto que en 1973 se tuvo que ir de Uruguay. Pasó a Argentina, donde la Triple A (Alianza Anticomunista Argentina) también lo puso en la mira, para después aterrizar en el Perú, donde se quedó un tiempo. Los más veteranos sabrán precisar este dato, que yo no recuerdo por mi edad, pero creo que fue el ´demócrata´ Morales Bermúdez quien, a su vez, lo deportó de aquí.
Recaló entonces en España, donde sí tuvo más aire para escribir, hablar y pensar. Años después, en 1985, vuelve a Uruguay y a partir de allí tiene una vida que va y viene entre España y América, y en la cual sus poemas se transforman en canciones, que Joan Manuel Serrat y otros trovadores cantan en recitales. Su popularidad entonces crece, pero su humildad se mantiene incólume, serena. Y su compromiso político progresista ídem.
Hoy que se ha ido, leo que le escriben, con admiración y agradecimiento, gentes de toda edad, izquierdistas, apolíticos, románticos y revolucionarios. Hay quienes prefieren obviar sus ideas y más bien flotar con sus versos. Hay quienes lo ven como el hombre consecuente, que jamás se distanció, totalmente, de la Revolución Cubana, por ejemplo. Asimismo, sus odiadores de antaño, literarios y políticos, remueven también su memoria.
Yo prefiero recordarlo en todos sus ángulos, en todos sus aciertos y errores, en su inmensa modestia y en su inteligente sencillez. En su prosa de oficinista y en sus versos ligeros aunque certeros. Me queda su joven sonrisa de viejo lindo, su limpieza de carácter, sus poemas de amor simplemente acariciantes, sus líneas de denuncia sin vergüenza. Su capacidad de ser famoso, querido, admirado y a la vez ‘normal’.
Pudo haberse equivocado. Pudo ser más erudito. Pudo, quizás, hablar más alto sobre otras cosas, como los desvaríos de Fidel Castro. Pero si hizo que miles de personas soñaran con un mundo más justo, o con un amor posible, esos silencios y limitaciones le pueden ser perdonados. Finalmente, como escribió en un famoso poema, llamó a ‘defender la alegría’ y eso es, al final del camino, lo más revolucionario que nos legó a todos y todas.
Descansa en paz, maestro de la ternura, la esperanza y la modestia.
Lo de las fotos quizás sea una mera casualidad, una simple decisión de las webs y los editores, pero algo me dice que, para todas las generaciones, Benedetti era ése que hemos visto estos días flotando en los portales de decenas de diarios de habla hispana: un anciano bonachón, de ojitos amorosos, de sonrisa dulce, de porte modesto y carente de toda pretensión figuretti. Una suerte de vate veterano, respetable en verbo y alma.
.Sobre lo cursi, hay más verso que rebanar. Conozco gente – en su mayoría escritores, algunos jóvenes- que casi lo detestaban, que prácticamente lo habían proscrito del Olimpo literario porque, presuntamente, era huachafo, simplón, superfluo. Un amigo mío –poeta premiado él- literalmente rabiaba, en prosa, cuando escuchaba su nombre, al parecer porque su masivo éxito (el de Benedetti, por cierto, no el suyo) era sospechoso.
Algo así como que, dado que sus poemas les gustaban tanto a las secretarias como a los curas, Benedetti estaba condenado a ser un escritor fácil, menor. De hecho, siempre observé que el autor uruguayo no era tan tan mencionado en las pocas conferencias o cónclaves literarios a los que asistí. Como que se le consideraba un militante de izquierda, de buena prosa y con peculiares poemas amorosos, pero no mucho más.
Ese miedo a coincidir con los gustos masivos (con la gente con pésima ortografía acaso) me llamó continuamente la atención. Podía expresar la soberbia literaria de ciertos ‘iniciados’, aunque también la resistencia a admitir que hay algunos seres que por alguna razón, o más bien motivo profundo, logran encontrar el punto de encuentro sutil entre la forma, el contenido y la conexión con cualquier alma, por despistada que ésta sea.
Como lo hizo Luciano Pavarotti con el bel canto, el autor de poemas como Te quiero o Táctica y Estrategia ayudó a la poesía a descender desde las alturas de los entendidos al llano donde habitan todas las humanidades. Y donde cualquier conciencia transida, sea la de un oficinista o la de una colegiala enamorada, reclama su derecho a la ilusión escrita, a la palabra transformada en esperanza, al verbo trocado en instante hermoso y perdurable.
Mi táctica es quedarme en tu recuerdo/ No sé cómo ni sé con qué pretexto/, pero quedarme en vos… ¿Qué tienen de extraordinarias estas palabras? Nada, probablemente nada, si las sometemos a los parámetros de la Academia Sueca, que, todo indica, nunca miró a Benedetti con mucho interés. Pero para el amante desolado, para la joven desamorada, esas simples líneas podían significar un modo de hacer la vida más intensa.
Después de Neruda, como ya se ha dicho, es el poeta más leído, el más socorrido, el que se pone en cartitas de amor o se escribe en paredes inolvidables. Y al igual que el vate chileno fue un izquierdista orgulloso hasta el fin (¿qué hace que los poetas más militantes sean también los más románticos?), un hombre que no claudicó, que fue siempre él mismo, poética y políticamente. Jamás fungió de bombero de sus propias ideas.
Por esa persistencia política, alguna gente lo odió y lo amenazó, al punto que en 1973 se tuvo que ir de Uruguay. Pasó a Argentina, donde la Triple A (Alianza Anticomunista Argentina) también lo puso en la mira, para después aterrizar en el Perú, donde se quedó un tiempo. Los más veteranos sabrán precisar este dato, que yo no recuerdo por mi edad, pero creo que fue el ´demócrata´ Morales Bermúdez quien, a su vez, lo deportó de aquí.
Recaló entonces en España, donde sí tuvo más aire para escribir, hablar y pensar. Años después, en 1985, vuelve a Uruguay y a partir de allí tiene una vida que va y viene entre España y América, y en la cual sus poemas se transforman en canciones, que Joan Manuel Serrat y otros trovadores cantan en recitales. Su popularidad entonces crece, pero su humildad se mantiene incólume, serena. Y su compromiso político progresista ídem.
Hoy que se ha ido, leo que le escriben, con admiración y agradecimiento, gentes de toda edad, izquierdistas, apolíticos, románticos y revolucionarios. Hay quienes prefieren obviar sus ideas y más bien flotar con sus versos. Hay quienes lo ven como el hombre consecuente, que jamás se distanció, totalmente, de la Revolución Cubana, por ejemplo. Asimismo, sus odiadores de antaño, literarios y políticos, remueven también su memoria.
Yo prefiero recordarlo en todos sus ángulos, en todos sus aciertos y errores, en su inmensa modestia y en su inteligente sencillez. En su prosa de oficinista y en sus versos ligeros aunque certeros. Me queda su joven sonrisa de viejo lindo, su limpieza de carácter, sus poemas de amor simplemente acariciantes, sus líneas de denuncia sin vergüenza. Su capacidad de ser famoso, querido, admirado y a la vez ‘normal’.
Pudo haberse equivocado. Pudo ser más erudito. Pudo, quizás, hablar más alto sobre otras cosas, como los desvaríos de Fidel Castro. Pero si hizo que miles de personas soñaran con un mundo más justo, o con un amor posible, esos silencios y limitaciones le pueden ser perdonados. Finalmente, como escribió en un famoso poema, llamó a ‘defender la alegría’ y eso es, al final del camino, lo más revolucionario que nos legó a todos y todas.
Descansa en paz, maestro de la ternura, la esperanza y la modestia.
4 comentarios:
Gracias Ramiro por tu artículo. Nos permite empezar a entender por qué sentiamos tán cercano a Benedetti.
Ramiro, a mucha gente simple, nos gusta lo que nos gusta y yo he llorado con Benetti. He cantado en mis marchas estudiantiles, de los un tanto lejanos 60s y 70s. Él es muy cercano a los estratos más amplios y también te confieso de corazón, que estoy con fidel, pero de corazón, ya que el cerebro dice otra cosa; pero así es el amor, te dicen esa muchacha no te conviene y zás te casas con ella.
Very good. Es que el grande es humilde y eso no lo entienden los mediocres, que siempre piensan: "No saben reconocer mi esfuerzo". Benedetti debe descansar en paz, aunque no estoy de acuerdo con aquellos que colocan a Benedetti como portaestandarte de la izquierda, me parece excesiva dicha postura, por muy intelectual que sea. Benedetti era un artista, no un político ... y punto.
A benedetti solo se le debe sentir cuando uno lo lee o lo escucha en su propia voz o em la de de Joan Manuel Serrat o Tania Libertad.
No hay que complicarse solo disfrutar de la lectura de sus poemas.
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