Los transgénicos,
organismos modificados por medio de ingeniería genética, son un tema candente: en
los extremos, unos creen – o fingen creer, según el caso - que con ellos están salvando
a la humanidad de las hambrunas, otros consideran que afectan la salud de las
personas y la biodiversidad; algunos solo defienden sus extraordinarias
ganancias como productores o comercializadores de semillas transgénicas; y
muchos se han acostumbrado a producir con ellas, y han obtenido temporalmente
buenos resultados económicos –no todos-, o han perdido la capacidad de producir
sin ellas, un efecto indeseable. Otros las respaldan o cuestionan desde la
política, por convicción o por responder a presiones económicas o sociales. En
todo caso el mundo agrícola y alimentario ha cambiado mucho con ellas y es
imperioso tomar posición fundamentada.
No hay
cambio, ni iniciativa, ni creación, que no tengan su reverso. Como en muchos otros
campos, no es que los “buenos” estén a un lado y los “malos” al otro. Pero sí
hay argumentos científicos más fuertes en uno que en otro sentido y es
necesario entender los efectos reales, favorecer el predominio de lo positivo y
protegernos de lo malo, al margen de cuán buenas o no puedan ser las
intenciones detrás. Es importante analizar los problemas desapasionadamente,
sin demonizar aquello con lo que discrepamos, algo que solo contribuye a crear
y fomentar fundamentalismos.
Debe quedar
claro: no es que lo natural sea siempre bueno y lo modificado por el ser humano
sea malo. Muchísimas cosas naturales solo son buenas o son mucho mejores gracias
a modificaciones por los humanos. Hay frutos y tubérculos que solo son
comestibles tras su cocción u otro procesamiento, hay plantas que son un
prodigio una vez que se ha eliminado un componente dañino; la mayor parte del
agua en estado natural tiene patógenos orgánicos y, en algunos casos,
contaminantes minerales. El mundo sería irreconocible e invivible para la
humanidad actual sin los avances tecnológicos crecientemente favorecidos y
acelerados por el desarrollo de la ciencia. Pero antes de su reciente
florecimiento la humanidad ha ido formando, a través de diez mil o más años,
por selección o cruces, las decenas de miles de especies y variedades de
plantas y de razas de animales que hoy conocemos, además de muchas que han
dejado de existir o hemos perdido de vista. Sin estos productos del ingenio,
junto con otros avances tecnológicos, sí que no podríamos alimentar hoy día a
toda la población mundial.
El tema de
los transgénicos ha sido motivo de discusión con mi amigo Julio Favre,
honestamente convencido de que son indispensables en la lucha contra el hambre
en el mundo. Su argumentación se basaba en gran parte en la de Alexander
Grobman, destacado científico peruano, también empresario. Le debía a Julio este
artículo y otros que seguirán, que le había anunciado e incluso comenzado, los que
lamentablemente llegan tarde para él. También lo hago pensando en los lectores
de Compartiendo, órgano virtual del Centro Ideas, dos veces por semana, de
notable duración y regularidad, a cargo del economista Fernando Alvarado.
Compartiendo publica artículos tanto en contra como a favor de los
transgénicos, entre ellos míos y de Grobman. Fernando y yo somos integrantes de
Ideas.
Debo aclarar
que en tanto presidente del directorio de una certificadora ecológica, BIO
LATINA, velo porque nuestra empresa – latinoamericana, con sede en Lima –
cumpla estrictamente con las normativas internacionales y nacionales, que
obligan a excluir los transgénicos y la contaminación con estos, como
efectivamente lo hace y lo acreditan los organismos competentes en la Unión Europea,
los Estados Unidos y nuestros países. Escribo a título personal, lo que me
permite un enfoque matizado al respecto.
Desde la
adolescencia y juventud he tenido mucho respeto por la ciencia y la tecnología
y en muchos casos admiración por su interacción con la naturaleza, y la
mantengo. Esto me distancia de los ambientalistas y naturalistas a ultranza. La
casi totalidad de la naturaleza sería inaccesible e incluso en su mayor parte irreconocible
si abstraemos los cambios introducidos por el ser humano –hasta gran parte de la
Selva aparentemente virgen tiene marcas de nuestra acción-. En los años 50 y
60, la bomba atómica hizo temer a muchos científicos y filósofos, así como a políticos
y legos, que el avance de la ciencia, a la vez que seguir abriendo opciones de
mejora, podía poner en peligro la misma supervivencia de la civilización y de
la humanidad. La práctica ha mostrado que, aunque el peligro era y es real,
tenemos mecanismos para contrarrestarlo. Es casi increíble cuánto se ha
reducido el peligro atómico y se ha pacificado el mundo – aunque por ratos no
parezca – y lo que han avanzado la ciencia y las tecnologías desde ese entonces
y cuánto han cambiado nuestras vidas.
También la
biotecnología transgénica en salud y en agricultura (diferente de la
biotecnología natural que combina características de seres genéticamente
cercanos por medios de reproducción natural), son un gran avance técnico a
partir de la profundización del conocimiento científico de los genes, que a la
vez genera posibilidades positivas y nuevos riesgos para la humanidad. Merecen
nuestro reconocimiento tanto quienes hacen avanzar las ciencias como quienes
advierten de sus limitaciones y riesgos y se preocupan por eliminarlos o al
menos disminuirlos o compensar sus efectos.
En el caso
de la manipulación transgénica se abren nuevas posibilidades de curación de
enfermedades y también de mejoras en la producción agrícola, pero las unas y
las otras exigen la más rigurosa aplicación de pruebas científicas sobre su
inocuidad y del principio de precaución en todo lo que afecta o puede afectar
la salud humana o de nuestro entorno.
Hay incluso
experimentación transgénica en varios países del Tercer Mundo para la creación
de plantas con resistencias mayores a enfermedades, plagas, sequías u otras
adversidades, o potenciadoras de sus cualidades nutricionales, y es posible que
efectivamente algún día ayuden a mejorar la producción de alimentos en algunos
lugares y que sean aceptadas incluso por escépticos o críticos, una vez que se
constate, si resulta ser así, su inocuidad para personas y ambiente natural.
Pero eso es un proceso largo. Exige una experimentación científica con primacía
del bien social sobre el afán de lucro empresarial, así como la aplicación sistemática
del principio de precaución. No porque el afán de lucro sea malo en sí –la
búsqueda de ganancias es uno de los motores más potentes del desarrollo-, sino
porque, sin control social y en el caso de empresarios poco escrupulosos, es
capaz de causar enormes daños sin responsabilizarse por ellos, al menos motu
proprio, como lo ha demostrado la experiencia. Recordemos solo los emblemáticos
casos de la talidomida (malformaciones congénitas), del asbesto en viviendas, del
tabaco, de las grasas trans, y de tantos medicamentos que cada cierto tiempo
son retirados o tienen que llevar una severa advertencia de riesgo por los
efectos a veces mortales (aunque pueden ser positivos e indispensables en
ciertas circunstancias y aplicaciones, hasta la talidomida).
En Europa -salvo
España, que autoriza la producción a gran escala, y algunos otros países, con
limitaciones- se permite solo la experimentación de producción con semillas
transgénicas a pequeña escala y con especiales cuidados de aislamiento, para
que no contaminen la producción comercial y la naturaleza. Y se realiza pruebas
de inocuidad de sus productos, por ahora en animales. Los resultados más
difundidos de estas pruebas arrojan indicios de peligro, pero ni son definitivos,
ni demuestran inocuidad. A partir de 2004, todos los
productos modificados genéticamente o elaborados a partir de un transgénico
(incluso cuando se trate de un mínimo ingrediente) deben indicarlo en el envase. No se trata de una advertencia, ya que la UE
considera que los productos aceptados son seguros, sino de información para que el usuario pueda decidir
mejor qué está comiendo, ejerciendo el derecho a elegir – positivo, y tan caro a las posiciones
pro transgénicas en otros aspectos.
La
resistencia a los transgénicos en Europa efectivamente proviene en parte de la
opinión contraria de las posiciones ecologistas, de amplio respaldo,
meritorias, aunque no siempre en lo cierto, pero también de opiniones críticas
desde la comunidad científica. Y es tan fuerte que el gigante Monsanto ha
tirado allá la toalla.
Es curioso
el contraste en el resto del mundo: Por un lado, lo exigente –aunque con
frecuencia no suficientemente exigente- que es la legislación y la comunidad
científica con nuevos medicamentos, que tienen que probar tanto su inocuidad como
los casos y la frecuencia con que tienen efectos adversos (se supone que, una
vez aprobados, son aplicados con cautela y sopesando beneficios y riesgos). Por
otro lado, lo laxa que es respecto de semillas que son aplicadas en millones de
hectáreas en todo el mundo, con riesgos para los seres humanos y el ambiente en
la producción y sin certeza de inocuidad en el consumo.
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