El Partido Popular da constantes muestras de dominar la estrategia de comunicación y llevar la iniciativa. En la oposición al Gobierno anterior sus líderes convencieron a una mayoría de electores de que el problema era Rodríguez Zapatero y de que si Rajoy llegaba al poder se restablecería la confianza y comenzaría el fin de la crisis. Era “el cambio” como taumatúrgico bálsamo de Fierabrás. Fue una siembra de expectativas sin apenas concreción o incluso prometiendo lo que no se podía cumplir.
Una vez en el Gobierno, el PP utilizó el desfase del déficit presupuestario en 2011 (el 8% en vez del 6% previsto), de sobra percibido anteriormente como inevitable, y debido principalmente a la mala gestión de las CCAA, junto con la entrada en recesión, para justificar la subida del IRPF. Hubo contrariedad de los ciudadanos pero sobre todo resignación ante lo que parecía inevitable. A partir de entonces, el Gobierno del PP no ha ocultado la gravedad de la situación sino al contrario. Los mensajes han sido que “los datos son espeluznantes” (ministra Báñez), que las cifras de paro “no van a mejorar en el corto plazo. Es más, durante 2012 empeorarán” (Rajoy en el Congreso el 8 de febrero) y que la salida de la crisis será muy dura y llevará tiempo.
El razonamiento del Gobierno parece claro: cuanto peor sea la percepción de los ciudadanos sobre la situación y las perspectivas, más dispuestos y resignados estarán para asumir sin rebeldía las reformas, en primer lugar la anunciada como “dura y profunda” reforma laboral. Si además el susto se nos mete en el cuerpo al principio del mandato, las culpas se remitirán instintivamente al debe del Gobierno anterior.
Hasta ahora, esa estrategia se está mostrando eficaz para impedir lo que en otro caso podría significar una caída dramática del apoyo popular al Gobierno. Así lo indican las encuestas, incluida la última del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), que refleja una exigua pérdida de apoyo popular.
El lado malo, para todos, de esa estrategia política es que se vuelve contra las posibilidades de recuperación. En efecto, esa sociedad resignada, conformista y, sobre todo, amedrentada (cada vez más se escribe sobre el miedo como factor de manipulación social), estará preparada para aceptar las reformas que el Gobierno quiera. Puede que incluso haga inviable una huelga general en estos momentos. Pero desde luego el pesimismo no ayuda al clima propicio para que los empresarios empiecen a contratar y los ciudadanos se animen a gastar.
El Gobierno puede caer en la tentación de sustituir el concepto “estado de bienestar” por el de “estado de necesidad”. Este último sería la reducción de aquél a las críticas posibilidades de la actual situación y a la visión de un Estado jibarizado por imperativo de la crisis. Una necesidad (necesariedad) que todo lo explica y justifica, desde la sustitución de Gobiernos legitimados electoralmente por equipos técnicos, a la subordinación del estado de bienestar a funcionalidades políticas oportunistas. La crisis impone como verdad establecida el estrecho paradigma de la rentabilidad de los servicios y políticas sociales, lo que abre doctrinalmente la puerta a las reducciones y privatizaciones de los mismos. Así, la crisis como oportunidad (de mejorar y avanzar todos juntos) es sustituida por la crisis como pretexto (el avance de unos y el estancamiento o retroceso de otros en una sociedad cada vez más dual).
Naturalmente, el PP ha sostenido, en la oposición primero y ahora en el Gobierno, su fidelidad inquebrantable a los distintos componentes reales del estado de bienestar. Faltaría más, tratándose del “partido de los trabajadores” (María Dolores de Cospedal, secretaria general del PP). Pero esperen y verán. Hay síntomas de que lo que comienza como una “reestructuración del estado de bienestar para hacerlo viable” puede terminar siendo, por causa de un visión reduccionista y tecnocrática de la crisis, una profunda redimensión del mismo a la baja.
La instalación entre nosotros de la idea según la cual la necesidad ha llegado para permanecer –el estado de necesidad- se ve reforzada, y utilizada, cuando los Estados y los Gobiernos ni siquiera pretenden ocultar su impotencia ante la crisis, y renuncian a la política en beneficio de la nebulosa de inversores que llamamos mercados. Lejos de rebelarse contra la hegemonía de éstos, encuentran en su poderío el manto que cubre sus propias culpas, errores e inepcias. Y por si algunos protestan ante tal deriva degradante de la propia democracia, ahí está otra de las herramientas anestésicas: la culpa de nuestros males es nuestra por haber querido vivir por encima de nuestras posibilidades. Así, genérica y colectivamente, participamos en unas responsabilidades colectivas que diluyen las graves culpas de las minorías verdaderamente culpables.
¿Cuáles van a ser las consecuencias sociales y políticas de todo esto a medio plazo? ¿Ese estado de necesidad va a dar lugar a un estado de resignación? He escuchado opiniones en el sentido de que el Gobierno tiene vía libre para realizar su proyecto, incluso la parte no manifestada, sin que haya de temer una reacción social significativa. Puede que sea así en esta etapa. Pero el Gobierno haría mal en confundir resignación con inhibición, y menos aún con conformidad y respaldo. La resignación nunca es un estado psicológico permanente sino que suele incubar la rebeldía. Confío en que, confundido por lo limitado de la protesta social activa, el Gobierno no desactive, en aras de sus objetivos fiscales, los mecanismos de cohesión y solidaridad social que permiten la paz social en tiempos de crisis. No hay que olvidar que el estado de bienestar, aunque atemperado por las circunstancias adversas, no es sólo una necesidad social -ni siquiera un concepto “de izquierda”-, sino también, desde el fin de la segunda guerra mundial, un elemento necesario para el funcionamiento equilibrado del sistema y para el progreso económico de las sociedades democráticas europeas.
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