La opinión consiste, según los
casos, en un juicio de valor o en una conjetura. En cuanto a lo primero, puede
tratarse de un juicio moral, una apreciación estética o la evaluación de un desempeño
profesional, mundano o deportivo, entre otras posibilidades.
En cuanto a lo segundo, es la
descripción o el relato de lo que no se conoce, a través de la deducción y de la imaginación. La
explicación es, estrictamente hablando, un relato, en tanto se refiere a hechos,
sucesivos y/o concomitantes, que dan lugar a un acontecimiento.
Es decir, la opinión se sitúa
entre la ignorancia y el conocimiento, y, es, por lo tanto, temporal y más o
menos precaria, en tanto está destinada, eventualmente, a ser modificada sobre
la base de datos obtenidos ulteriormente; no puede, por lo tanto, ser formulada
de manera asertiva, sino en términos prudentes y condicionales. Más aún: la
opinión lleva implícita una invitación a su propio cuestionamiento, y por lo
tanto, al debate, como método de acercamiento al conocimiento.
Lo curioso es que eso no es lo
que sucede en política. Por el contrario, en ese terreno, la opinión suele
adquirir la condición de verdad sagrada que se defiende con uñas y
dientes. Ello, no obstante que, con
frecuencia, es bastante menos ilustrada que en otros campos, no sólo porque, en
buena medida, tiene que ver con el futuro, que, obviamente, nadie conoce, sino
también, porque, en general, hay una menor preocupación por sustentarla, cuando
no inexistente.
Lo que sucede, claro, es que, la
opinión política, salvo en el caso de los análisis periodísticos, más que el resultado de un intento de mirar lo
que sucede, es la expresión de una adhesión, o, a la inversa, de un rechazo, y,
por lo tanto, se inscribe en una lógica de enfrentamiento. Más que formularla o
proponerla, se la enarbola, o, peor aún, se la blande.
Se podría pensar que, en estos
tiempos de declive de las ideologías y de las capillas partidarias, hay más
espacio para el análisis y los intercambios argumentados y sosegados. Sin
embargo, pareciera que lo que ha ocurrido
sobretodo es el crecimiento de la indiferencia, pero, la opinión
política, cuando se da, conserva en mucho su condición de dogma religioso. Por
lo menos, es lo que se puede colegir de la manera cómo se dieron las
discusiones entre parientes, amigos, intelectuales y, el público en general,
con ocasión de la última campaña electoral y en particular durante la segunda
vuelta de la elección presidencial. La intolerancia ante la posición
discrepante alcanzó niveles sorprendentes en uno y otro bando, no tanto por el
fervor de la adhesión a un candidato u otro, como por la repulsión por el que
no se pensaba votar. Es decir, la
opinión política es aparentemente más apasionada y cerrada cuando es expresión
de rechazo y de indignación, que de apoyo, salvo, eventualmente, en los casos
de veneración de un líder.
Por lo demás, en general, la
opinión política, se da más frecuentemente como juicio de valor que como
conjetura, y, ciertamente, más en tono crítico que positivo, lo que coincide
con lo que se da en la vida diaria: se exterioriza más la insatisfacción que la
satisfacción.
Hay también una dimensión frívola
o narcisista que atañe sobretodo a los intelectuales y a los líderes de opinión:
el deseo de impresionar o de conquistar al
interlocutor. En un clima de frustraciones acumuladas en la población, y
de consecuente escepticismo frente a la política y las instituciones, es más
fácil sintonizar con el público con un comentario negativo que positivo; además,
en general, las demostraciones de ingenio discursivo y el humor son más fáciles
en tono crítico. Se contribuye así a la dinámica que desespera a todos los
gobiernos y autoridades: los reflectores tienden a posarse más sobre lo que va
mal que sobre lo que va bien.
Por otro lado, las opiniones vertidas
en materia política están frecuentemente condicionadas por la presión colectiva. Muchas
personas se limitan a hacer suyo lo que en su entorno se dice sin procesarlo, o
no dicen lo que realmente piensan, por miedo a la descalificación y al insulto.
Si bien todo lo señalado constituye
un fenómeno inevitable, sí puede ser
atenuado fomentándose un diálogo de mayor calidad y, por lo tanto, más
enriquecedor entre los ciudadanos, a través de la tolerancia y la exigencia en
la información y en la argumentación de lo que se sostiene. En ello les cabe
una responsabilidad especial a los políticos, intelectuales, líderes de
opinión, y, en general, los medios de comunicación, pues están llamados a dar
el ejemplo, luchando contra la tentación de la invectiva, la demagogia y la
fatuidad. Esa es también una manera importante de contribuir a la consolidación
de la democracia.
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