La nueva ley universitaria, aprobada por el
Congreso peruano, es un tema complicado.
Aunque he dejado la docencia universitaria
–en economía política- hace décadas y son lejanos los tiempos de mi condición
de alto dirigente estudiantil, esas experiencias obviamente influyen en mi
posición, de la cual transmito algunas pinceladas.
La ley me recuerda la reforma de Córdoba de
1918, punto de origen de un amplio movimiento de democratización de la vida
académica en las universidades latinoamericanas, que nos siguió inspirando en
la década del 60. Habíamos logrado en el Perú en1960, bajo el segundo gobierno
democrático de Manuel Prado, la varias veces suprimida autonomía universitaria,
el cogobierno en la modalidad de tercio estudiantil, el compromiso de investigación
y extensión universitaria, el ingreso de profesores por concurso y su
ratificación periódica, el reconocimiento de los centros y federaciones
estudiantiles, y un alto grado de libertad de cátedra, dentro de parámetros
dados por sílabus compartidos. Entendíamos que no era aplicable la demanda de
ingreso irrestricto de quien quisiera estudiar en una universidad.
En tanto dirigente de la Federación de
Estudiantes de la Universidad Nacional Agraria -La Molina, fui quizá el
principal responsable de una lucha por mantener un artículo del estatuto cuya
modificación rebajaba a mayoría absoluta el requisito de dos tercios de la
votación de un consejo para ratificar a un profesor. Después de semanas, una
huelga general, indefinida y total, con respaldo de todas las fuerzas políticas
–los mayoritarios populistas y socialcristianos, el todavía unido Movimiento de
Unidad Estudiantil, de izquierda, y un pequeño grupo de apristas –, y
aprobación por voto secreto universal casi unánime del conjunto del
estudiantado para su declaración y su mantención, nos llevó al receso de un
semestre, pero también posteriormente a la aprobación de un avanzado sistema de
evaluación docente con participación estudiantil.
En retrospectiva me parece que las
autoridades tenían razón en ese cambio, que daba al tercio estudiantil casi un
poder de veto, bastando que actuara unido y que al menos un profesor
coincidiera con su posición. Mi perspectiva era la de una dirigencia estudiantil,
si bien de izquierda radical, interesada en la calidad de la Universidad y
respetuosa de la libertad de cátedra, independientemente de la orientación ideológica
o política del profesor; pero lo cierto es que gran parte del movimiento
estudiantil nacional fue ganado por posiciones políticas sectarias, tanto de
izquierda como apristas, muchas veces coludidas con catedráticos de su posición
para aprovechamiento político o incluso personal. En su momento, aunque las
respetábamos, no supimos valorar la calidad de la dirección de nuestra
universidad, que la había convertido de buena, pero limitada, Escuela Nacional
de Agricultura en una de las dos mejores universidades agrarias de
Latinoamérica.
Volviendo a la nueva ley, paradójicamente
se anuncia una política nacional de educación superior, que debería haber sido
previa. También una nueva ley para institutos tecnológicos, seguramente
necesaria, considerando que estarían sobrerregulados, aunque sospecho que más
bien mal regulados.
Es cierto que nuestro sistema de universidades,
tanto públicas como privadas, con meritorias excepciones, es en gran parte muy
malo –y también lo es el de los institutos. Es para muchos la mejor manera de
hacer dinero rápido, al menor riesgo, o de asegurarse una sinecura. Hace tiempo
era urgente abordarlo. En ese sentido hay que felicitar al congresista Mora y al
ministro Saavedra por su elaboración, y a la mayoría del Congreso por su aprobación,
a partir de la noción de la educación como servicio público esencial, a cargo
tanto del Estado como de privados, pero adecuadamente regulado.
Gran parte de la resistencia se debe a
intereses económicos, tanto de propietarios como de una parte del profesorado,
que incluye argollas, además de intereses políticos partidarios, en parte
secundados por sectores estudiantiles. Pero también hay objeciones serias a
diversos aspectos. Tengo la leve esperanza –ojalá que León Trahtemberg no tenga
razón en su pesimismo, siempre bien fundado- de que se logre algunos avances,
especialmente si se aplica bien la idea de universidades piloto.
Ninguna ley por sí sola puede cambiar la
universidad para bien, pero, si no es asfixiante, puede promoverlo o al menos
facilitarlo.
Es importante que, junto con reglas comunes
claras y estándares básicos para todos, sea respetada la autonomía
universitaria, de modo que se busque no imponer resultados –lo que es a la
larga contraproducente-, sino poner frenos a las malas personas y políticas, y
estimular las positivas, sabiendo que la mejora del sistema universitario es
forzosamente un proceso largo.
La Asamblea Nacional de Rectores
efectivamente no ha estado a la altura de sus tareas, por decirlo suavemente. Al
calificar el presidente de la ANR a la ley como chavista, pro senderista y
engendro monstruoso, se está descalificando a sí mismo y a la institución que
representa.
Aunque no tan patético, el rechazo a la ley
de una parte de la directiva de la FEP no se caracteriza por mucha
argumentación.
Pero no deja de preocupar que la necesaria nueva
Superintendencia Nacional de Educación (SUNEDU), no tenga un status autónomo
semejante al del BCR, y que el representante del Minedu lo presida y sea
ejecutivo. Aún en el supuesto de que los demás miembros sean idóneos y tengan
estabilidad, para lo que no hay ninguna garantía, lo esperable es que el que
preside y esté a cargo de su ejecución sea en la práctica el que mande, por su
modo de acción respecto de lo acordado o por omisión. Ojalá la designación, por
concurso, de cinco de sus integrantes, a cargo de un Consejo Nacional de
Educación, resulte seria, y que la podamos usar como ejemplo de sistema de
selección para todos los cargos ejecutivos importantes de todos los sectores. No
basta que sean personas de muchos méritos, tienen que tener una visión moderna
de la universidad y experiencia de gestión universitaria que les facilite ser
realistas.
Probablemente lo más importante será la
obligación de mayor transparencia, con publicación de la normatividad, de los
sueldos y estados financieros, así como de las actas de los organismos de
gobierno, y un mejor control, de parte de la Contraloría, ojalá autónoma y
fortalecida, a todo gasto de dineros públicos de cualquier fuente –en esto,
mejor significa serio y bien orientado, no castrador.
En la situación actual de nuestro sistema
universitario y de nuestro Estado la mejor solución práctica parece ser una
acreditación internacional de universidades y facultades, a pesar de sus
defectos, complementaria de la acreditación nacional – solo voluntaria- que
está sujeta a mayor discrecionalidad, y que por supuesto tiene que ser
reorganizada.
Me parece una ilusión pensar que cualquier
maestría y cualquier doctorado significan una mayor calidad docente o capacidad
de dirección, e inadecuado que se excluya de la enseñanza de pregrado a muchos
profesionales capaces que no creyeron importante o no pudieron acceder a una
maestría –que a muchos otros les ha venido casi de regalo –claro que pagado. La
Ley permite ser profesores extraordinarios a profesionales destacados en su
profesión, con al menos 15 años de experiencia, algo positivo, pero solo
aplicable a una minoría. A todos les hace bien llevar al menos un curso de
pedagogía.
La elección de las autoridades por voto
universal de docentes y estudiantes suena muy democrática, pero puede
fácilmente resultar peor que un sistema basado en representantes de estamentos
y facultades. Me imagino que está pensada para facilitar el desalojo de
autoridades enquistadas en sus cargos, para lo cual podría haber sido una
medida transitoria, porque, como dice Luis Bustamante, una ley es para el largo
plazo. También es discutible, a la larga, el peso de la representación
estudiantil en el cogobierno, que, como principio, sí debe ser mantenido.
La exigencia de que los dirigentes
universitarios sean del tercio superior es aparentemente positiva, pero se
presta a manipulación de las calificaciones para eliminar a candidatos
incómodos para algunos profesores.
Es positivo que nos midamos por estándares
internacionales, bien escogidos. Es adecuado exigir un conocimiento (que
debería ser más que básico) del inglés o de otro idioma extranjero, y aprecio
que se valore nuestros idiomas indígenas.
Ojalá un positivo vicerrectorado de
investigación sea acompañado de recursos para potenciarlo.
Dado el deterioro de la calidad de la
enseñanza es razonable la eliminación del bachillerato automático.
Debiera darse el impulso y apoyo mayor
posible a intercambios universitarios, de nuestros estudiantes al exterior y de
estudiantes extranjeros al Perú, así como de docentes e investigadores, como
factor de enriquecimiento recíproco.
Parece que, salvo en el caso de las peores
universidades, es razonable pensar en el cierre de carreras antes que de toda
la universidad, y que se plantee mecanismos de traspaso de estudiantes, que
tendrán que ser muy bien pensados. Y dado el abuso de esa figura, parecerazonable
acabar con la proliferación de filiales o anexos.
Considero desafortunado impedir a los
estudiantes cambiarse de universidad, por el motivo que fuere –económico,
cambio de residencia, cambio de valoración, cambio de carrera.
Parece poco realista la adecuación de
infraestructura en un año.
Coincidiendo con lo señalado por Gonzalo
Portocarrero, por cierto los problemas de la Universidad comienzan desde la
primera infancia, en el hogar y por ausencia o mala orientación de las
instituciones para parvularios, y en un sistema escolar en que la mayoría de
los niños, niñas y jóvenes ven poco estimuladas o incluso ahogadas su
curiosidad, su interés por la lectura, su capacidad de razonamiento y
abstracción, y su creatividad; todo ello en el marco de un sistema económico y
social que estimula el consumismo, el facilismo y el rentismo a costa del
Estado –aunque con algunas tendencias contrarias, más bien desde segmentos
intelectuales y del sector privado de pequeña escala. Todo esto se expresa en
la dificultad de la mayoría de estudiantes en hacer tesis (serias) para obtener
su título profesional.
De todos modos dependerá de miles de
acciones individuales y colectivas de las personas más capaces de cada
universidad, docentes, estudiantes, graduados y empleados, que la ley pueda
ayudar a una real mejora de nuestro sistema
universitario.
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