De la inminencia de la muerte de Carlos Iván Degregori sabíamos todos, dada la cruel enfermedad que sufría. Más bien logró, con mucho coraje, ganarle unos años más a la vida. Aún así, y cuando la inevitable noticia nos llegó hoy, nos remeció.
No de ahora, sino desde hace muchos años, pienso que Degregori es el científico social más importante y completo que haya producido el Perú. Antropólogo de profesión, se movía también con notable facilidad por la ciencia política y la historia. Allí están sus múltiples libros para mostrarlo.
De Degregori no se puede decir que hubo que esperar a su muerte, para que la gente se diera cuenta de su gran valía. Afortunadamente se lo dijimos todos en vida y, en estos terribles meses finales, lo tiene que haber reconfortado saber lo reconocido y querido que era. No había vivido en vano, como alguna vez sintió José María Arguedas. Además de su alma Máter, San Marcos, se lo peleaban como profesor invitado prestigiosas universidades de los Estados Unidos y Europa. No sólo en su entrañable Instituto de Estudios Peruanos, investigó y escribió. Sus artículos, entrevistas, conferencias, ensayos y libros fueron y seguirán siendo materia de mayor interés en los medios académicos de muchos países.
Creo que un rasgo central para entender su vida fue su pasión y compromiso, no sólo intelectual sino afectivo, con el mundo andino y, dentro de éste, con los más pobres y humillados de sus habitantes. Nada le molestaba más que el racismo y el desprecio de los que son todavía víctimas.
Le indignaba, por ejemplo, cada vez que Alan García expresaba su desdén por el componente andino de nuestra identidad nacional. En uno de sus últimos artículos escribió: “Con este legado mixto y sus declaraciones impresentables, podemos sospechar que este señor ya fue y que no da para el 2016, más aun ahora que dos grandes de nuestra cultura –Arguedas y Vargas Llosa– se acercan inesperadamente en su interpretación de la cultura peruana. Algo significará. Fue bueno escuchar a Vargas Llosa en Estocolmo decir que no hay fórmula mejor para definir al Perú que el país de “todas las sangres” y rematar con una hermosa referencia a Borges: “si escarbamos un poco descubrimos que el Perú, como el Aleph de Borges, es en pequeño formato el mundo entero. ¡Qué extraordinario privilegio el de un país que no tiene identidad porque las tiene todas!”. A estas alturas el señor García y su desprecio a nuestro país y su diversidad, ya fue, y si volviera, entonces sí, qué país más incapaz de superar, aunque sea en parte, nuestros problemas; qué país más mediocre y más triste seríamos”. (Revista idéele, enero 2011).
Esta profunda reivindicación de lo andino y su exigencia de reconocimiento y justicia, está presente en toda su vida pública, empezando por sus años de San Cristóbal de Huamanga, a la que volvía siempre a encontrarse con las raíces de su compromiso académico y humano.
Pero el momento culminante de esa pasión, tiene lugar en la Comisión de la Verdad y Reconciliación, donde Degregori contribuye decisivamente a poner estos temas y esas preocupaciones en el informe. Las Conclusiones y Recomendaciones del Informe Final, uno de los documentos más importantes para entender no sólo la época de la violencia, sino los graves problemas que tenemos que solucionar si queremos ser un país viable, son fruto principalmente de su pluma. El texto, en cierta manera, reproduce lo que era Carlos Iván, alguien capaz de ir a la raíz de los problemas, pero convocando a una aproximación serena, basada no en apasionamientos ideológicos, sino en la realidad. Cuánta rabia debió haberle dado, no que criticaran al documento con tanta saña, sino que lo hicieran sin leerlo, atribuyéndole cosas absolutamente ajenas a su contenido.
Las Conclusiones y Recomendaciones del Informe no son sólo un texto fundamental que debieran leer todos los peruanos, sino que en ellas, pese a su esfuerzo en contrario, se reconocen rasgos de su pluma exquisita. Es que Degregori no solamente fue un gran investigador, sino que tuvo una envidiable facilidad para escribir.
Y, también, hablaba bien. Muchas veces, escuchándolo, hace ya muchos años, cuando aún no lo conocía personalmente, me quedaba impresionado de su dominio de escena y de cómo podía lograr exposiciones de gran profundidad, haciéndolas a la vez muy amenas y accesibles. Años después, allá por 1994, cuando coincidimos en Washington D.C , le hice una confesión: al comienzo me había parecido sobrado, porque cuando me acercaba a él por algún motivo, lo sentía cortante. Le dije que después aprendí que ese personaje, al que le era tan fácil hablar en público, una vez fuera del escenario, se volvía tímido y le costaban mucho más de lo que uno pudiese imaginar, las relaciones con personas que no conocía. Se rio, tímidamente, y me dijo que era cierto.
En los últimos diez años tuve la suerte de verlo mucho más frecuentemente y hacernos amigos. No tan cercano como hubiera querido y, por eso, nunca quise importunar la privacidad de su enfermedad visitándolo. Me arrepiento. Por lo que me contaba su (mi) entrañable amigo Michael Shifter, cuando le inquiría sobre sus conversaciones, las que llegaron hasta los últimos días de su vida, quizás le habría gustado que lo visite.
En los últimos ocho años tuve el privilegio de verlo muy frecuentemente. Nos reíamos de la ironía de que ello casi nunca ocurriese en el Perú. Casi siempre fue en reuniones del Diálogo Interamericano, algunas veces en seminarios del Woodrow Wilson Center y, por allí, en algunas otras.
Eran ocasiones en la que había mucho tiempo para conversar. Aprendí muchísimo escuchándolo. No sólo de sus conocimientos, sino quizás, aún más, de su curiosidad e interés por todas las opiniones, incluso por las de aquellos que estaban más lejos de sus posiciones. Me parece que se deleitaba más escuchando a gentes que pensaban diferente, que a aquellos con los que coincidía casi en todo. Y no es que no tuviera columna vertebral y posiciones definidas. Vaya que las tenía.
Pero creo que en su sabiduría se daba cuenta de que la realidad era compleja, matizada y que había que enriquecer los puntos de vista de uno, con las visiones de los demás. Tenía una inmensa tolerancia por la opinión ajena. Si bien era halagador y reconfortante, cuando coincidía con nuestras apreciaciones, también te hacía sentir, que las diferencias de opinión en que algunos casos se daban, no invalidaban ningún diálogo; por el contrario.
Por las razones que comenté más arriba, no sé lo que pensaba Carlos Iván del momento político actual. Tengo la casi absoluta certeza de que ninguna de las dos opciones sobre la mesa era la suya. Quizás, a diferencia de otros, que no lo podemos hacer, ya había escogido su mal menor. Creo que no me habría descalificado por no hacerlo. De lo que estoy seguro es que murió profundamente convencido que en el Perú tienen que cambiar muchas cosas y, a la vez, que no era posible hacerlo bien, sin el respeto por el otro, sin tolerancia, sin democracia, sin derechos humanos. ¡Que falta nos vas a hacer Carlos Iván Degregori!
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