Tras la condena de 25 años que le dio el Poder Judicial el pasado martes 7 de abril, Alberto Fujimori Fujimori, es cierto, está acompañado, tal como han proclamado sus devotos y familiares. Pero no sólo por esa fe ciega y sorda que parece caracterizar a las huestes fujimoristas. Cuando figure en los libros de historia, como él mismo reclamó, deberá aparecer no sólo como ex presidente sino, además, como miembro notable, durante algunos años, del club de la impunidad, una selecta minoría que, afortunadamente, la Historia está a punto de disolver, disolver…
No son coincidencias. El mismo día en que Alberto Fujimori recibía su abultada pero justa sentencia, en Argentina otro tribunal exculpaba al ex mandatario Fernando de la Rúa, que estaba procesado por la muerte de 5 manifestantes en las protestas de diciembre del 2001. Dos días después, el 9 de abril, un tribunal de apelaciones de EEUU, autorizaba la extradición a Francia del ex ‘hombre fuerte de Panamá’, Manuel Antonio Noriega.
En esa misma jornada, desde Bagdad se informaba de manifestaciones en recuerdo del ex dictador Saddam Hussein, derrocado hace 6 años. Una mirada ligera –acaso bañada de luz naranja- podría sugerir que los autócratas o presidentes fallidos (como De la Rúa) las tienen de cal y arena. Pero lo que está ocurriendo es que, más allá de breves respiros, los impunes están perdiendo, en todo el globo, ese aire de perpetuidad que los adornaba.
Ya no pasan piolas, ya no pueden ocultarse bajo el sambenito de que ‘salvaron a la Patria’, ‘gobernaron desde el infierno’ (cuyas brasas ellos mismos alimentaron) o ‘cumplieron con su deber’. Está extinguiéndose, en alguna medida al menos, el mito del hombre providencial que ‘roba pero hace’ y que, en el caso peruano, podría traducirse bajo la tácita pero innombrable sentencia de que ‘mató a algunos, pero salvó al país”.
En Uruguay, desde noviembre del 2006 se encuentra preso (desde enero del 2007 cumple la condena en su casa) Juan María Bordaberry, uno de los grandes símiles políticos de Fujimori. Como nuestro crédito peruano del golpismo cívico-militar, este político del Partido Colorado condujo un auto-golpe de Estado el 27 de junio de 1973, con la diferencia que, 3 años después, sus propios socios lo expectoraron del poder.
¿De qué se le acusa a este pariente político del fujimorismo? Pues de casi lo mismo: del secuestro y la desaparición de varios opositores a su régimen, una mala costumbre clásica de quien, ya atornillado por la fuerza, asume que la historia lo absolverá o que los ciudadanos le perdonarán sus fechorías en el altar de la ‘seguridad nacional’. Muchos años después, sin embargo, la justicia comienza a volver para combatir la desmemoria.
De primera impresión, este ciclo parece abierto en octubre de 1998, cuando el generalísimo Augusto Pinochet fue arrestado en Londres, por orden del juez español Baltasar Garzón. Pero en los últimos días otro mensaje cifrado de la Historia pareció dar una señal, al informarse, el 31 de marzo, de la muerte de Raúl Alfonsín, el corajudo ex presidente argentino que ordenó procesar a la impresentable Junta Militar argentina.
Fue gracias a él que, por primera vez en América Latina, dictadores criminales de la peor laya como Rafael Videla, Roberto Viola y Emilio Massera fueron sentados en el banquillo acusatorio. Por supuesto, Alfonsín luego tuvo que recular en parte, debido a continuas rebeliones militares, sólo que, sin su gesto y decisión, quizás hoy todavía estaríamos viendo pasar delante de nosotros el aroma malsano de la injusticia.
Antes, incluso, autócratas militares como el colombiano Gustavo Rojas Pinilla (1900-1975) y el venezolano Marcos Pérez Jímenez (1914-2001) también fueron procesados, pero no tanto por sus violaciones a los derechos humanos como por actos de peculado y corrupción. Ambos gobernaron en la década de 1950, un tiempo en el que unas cuantas detenciones, asesinatos y deportaciones todavía podían ser parte del menú político.
En cierto modo, Pérez Jímenez guarda un parentesco más cercano, en cuanto animal político, con Fujimori. Gobernó de 1952 a 1958 y en su prontuario se incluyen unas elecciones fraudulentas, una represión militante contra la oposición a través de la Dirección de Seguridad Nacional y el aplastamiento de la libertad de expresión. La contraparte, por supuesto, era la faraónica y política del Nuevo Ideal Nacional.
En virtud de ella, Caracas y otras ciudades venezolanas, se modernizaron, a un grado que asombró al mundo, pero el costo fueron la sumisión, el silencio, la conversión de la ciudadanía en un masa informe y opaca, incapaz de decirle no al benefactor. Era una política muy parecida a la del dominicano Rafael Leonidas Trujillo, a cuyas faldas por cierto, el general en desgracia huyó cuando en 1958 se le abrió un juicio político.
¿Es exagerado hacer esta odiosa comparación histórica? A diferencia de Pérez Jímenez, Fujimori se dio un auto-golpe, no tenía grado militar alguno y era, digamos, más tecnológico y sutil en su forma de reprimir a la oposición. Pero lo que sí lo hermana con este miembro del clan es que, hasta ahora, hay quienes sostienen el viejo estribillo de que ese señor hizo más por dicho país en años de dictadura que en decenios democráticos.
En otras palabras: que, en Latinoamérica, el precio del progreso pasa por la abdicación de la libertad, un contrabando que, en los últimos días, Keiko y sus seguidores nos han pretendido restregar por la cara, como si fuera un signo de modernidad política. Cuando en realidad es un viejo truco, de baja estofa moral y escaso peso intelectual, que al final apunta a querer convertirnos en zombíes sin memoria, en pordioseros de la democracia.
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1 comentario:
La justicia empieza a tener ton y son en el Perú: Fujimori culpable!! La democracia anda de fiesta! Sí señores: el fin no justifica los medios. Adiós métodos retrógrados y fascistas!
Son estas acciones como la sentencia del 7 de abril al ex dictador las que nos hacen decir: Viva el Perú y no ese nacionalismo nice made in Meche Araoz.
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