El movimiento en Chile por una amplia reforma de la
educación, al que he seguido atentamente, se encuentra en una encrucijada,
después de casi cinco meses de lucha. Sus banderas principales son el
fortalecimiento de la educación pública, cambiando la lógica de subvención a la
demanda (que es lo que el Gobierno ha propuesto una y otra vez) por dar más
recursos a las instituciones del Estado, de modo que todos los sectores
sociales puedan acceder a una educación de calidad y gratuita.
Los estudiantes universitarios (y con variante, también los
escolares) buscan que la educación sea entendida como un derecho y una
inversión social, promotora de equidad y democratización, a través de la
gratuidad de la enseñanza en todos los niveles, al menos en las universidades y
colegios del Estado, la eliminación del lucro (legalmente prohibido en las
universidades, pero ampliamente existente a través de negocios inmobiliarios),
un pago justo a los profesores, un sistema más adecuado de acreditación y de
control de las entidades educativas, la efectiva libertad de asociación, el
sometimiento de sus planteamientos a plebiscito.
Los estudiantes universitarios tienen como cabezas visibles
principales a dirigentes reflexivos, del Partido Comunista y afines a la
Concertación, con quienes tengo una gran empatía, pero acompañados de una
mayoría de dirigentes sumamente radicales, con posiciones ultras. Entre su
maximalismo y la torpe y a veces provocadora respuesta del Gobierno, por
diferencias ideológicas y un mal entendido principio de autoridad, han llevado
al movimiento a un punto difícil, a pesar del altísimo respaldo ciudadano del
que goza, visible y en las encuestas (de hasta 80%). Este se ha mantenido alto
a pesar de verse empañadas las movilizaciones por sistemáticos actos de
vandalismo de jóvenes encapuchados – probablemente una combinación de ultra
radicales, anarquistas y delincuentes comunes.
La intransigencia tanto del Gobierno como de muchos
dirigentes estudiantiles ha obligado a los dirigentes estudiantiles a no
continuar participando en la mesa de diálogo acertadamente instalada por las
autoridades. Eso se traduce en la pérdida del semestre para muchos estudiantes
– aún más para los estudiantes secundarios que han secundado el movimiento, con
énfasis en sus propias demandas, al igual que el denominado Colegio de
Profesores.
La ruptura de las conversaciones directas traslada, como ha
querido el Gobierno, el tratamiento del conflicto al Congreso, lo que en
principio es correcto. Pero también allí se topa con la resistencia de los
congresistas, teniendo la Concertación mayoría en el Senado. La sensación de
inminencia de la crisis económica está echando paños fríos a las expectativas
más elevadas respecto del financiamiento de la educación, pero, lo que es un
hecho, es que ésta va a recibir una atención política y presupuestaria
preferente en el futuro inmediato y mediato.
El movimiento ha buscado que los estudiantes puedan aprobar el
irregular primer semestre en cada universidad, en varios casos con ayuda de las
autoridades, pero amenaza con continuar en el segundo semestre la huelga y las
tomas de locales. Los analistas más lúcidos de la problemática de la educación
y de los movimientos sociales, y coincido con ellos, recomiendan a los
estudiantes buscar caminos de entendimiento para poder capitalizar en cambios
reales y profundos, pero realistas, el triunfo social y político que ha
significado su movimiento hasta ahora. Pero lo más probable es que continúe el
conflicto por tiempo indefinido.
Esto me recuerda mi propia experiencia. En 1966 la
Federación de Estudiantes de la Universidad Nacional Agraria La Molina (UNALM),
donde he estudiado economía en la antigua Facultad de Ciencias Sociales, inició
una lucha contra el cambio de un artículo de los estatutos de la Universidad
que disminuía el peso del tercio estudiantil en los órganos de gobierno, al
reducir el mínimo de votos necesarios para que un profesor sea ratificado en el
cargo, de una mayoría de dos tercios a mayoría absoluta.
Debo decir que, en retrospectiva, esa exigencia de dos
tercios me parece exagerada. Solo se explica porque quienes redactaron ese
estatuto habían formado parte, en la década previa, de un movimiento de
renovación de la Universidad, en su tránsito desde Escuela Nacional de
Agricultura, en el que profesores jóvenes y representantes estudiantiles
coincidían en el interés de sacar de la Universidad a profesores antiguos que
no se encontraban a la altura de las nuevas expectativas académicas. Para ello
estaban bajo la misma influencia que nosotros, del movimiento lanzado en
Córdoba, Argentina, en 1918, por la reforma universitaria. Cuando este artículo
de los estatutos comenzó a afectar su propia estabilidad en la Universidad
estos profesores, varios de ellos exdirigentes estudiantiles, respondieron con
su cambio.
Los estudiantes, en un significativo porcentaje realmente
interesados en una buena formación académica, consideramos el cambio una
afrenta al tercio estudiantil y respondimos con una campaña interna por su
anulación, la que desembocó en una huelga general indefinida, probablemente la
única por un solo punto de un estatuto (el artículo 91, si no me engaña la
memoria). En ese entonces éramos alrededor de 1800 estudiantes que
participábamos masivamente en asambleas generales, con pasada de lista para
constatar el quórum. Si mal no recuerdo el resultado de la votación, en urna, con
una muy alta participación, fue alrededor de un 90% a favor de la huelga.
La federación de estudiantes estaba en manos de
acciopopulistas, con la solitaria excepción de la secretaría general de
organización, que tenía a su cargo interior, defensa y organización, que yo
ocupaba como representante del Movimiento de Unidad Estudiantil, movimiento
único de izquierda. Las elecciones eran cargo por cargo. En el comité de huelga
predominaban posiciones más radicales de la izquierda y del socialcristianismo.
El acatamiento a la huelga era total, y muy alta la participación en
movilizaciones.
Después de varias semanas de huelga las autoridades
decidieron dar un ultimátum en el sentido de anular el semestre académico en
caso de no levantarse la huelga. Personalmente no tenía problema de afrontar
esa pérdida (hay que recordar que la universidad, como entidad del Estado, era
en ese entonces completamente gratuita), pero pensaba que una mayoría iba a
preferir ceder, por lo que, a diferencia de una mayoría de dirigentes de
izquierda, estaba dispuesto a levantar la huelga y a adoptar otras medidas de
presión. Sin embargo ni siquiera pude asistir a la asamblea general en que se
decidiría nuestra posición, debido a una fuerte gripe con afonía total. Para mi
sorpresa, la asamblea, con amplísimo quórum y, si no me equivoco, con alrededor
de un 90% de votos – en urna – decidió mantener la huelga. En ello se
expresaba, creo, tanto el efecto de nuestra prédica en una gran mayoría, como
la falta de ganas de retomar el estudio de parte de una minoría, probablemente
significativa.
Las autoridades declararon el receso de ese segundo semestre
del año. En tanto los órganos de gobierno seguían funcionando – más
espaciadamente – continuamos allí nuestra lucha – yo era también delegado al
Consejo Universitario – y transformamos nuestra exigencia en una de obtener un
reglamento de evaluación docente con significativa participación estudiantil, a
la vez que amenazábamos con seguir la huelga en el siguiente semestre. Por el
temor de una parte de las autoridades y con el beneplácito de otra parte de las
mismas, más abiertas a las demandas estudiantiles por la calidad docente,
obtuvimos ese reglamento con características bastante favorables.
Debo decir que el tercio estudiantil, que en mi universidad ejercíamos
y defendíamos, en general, con una posición responsable por la mejora de la
Universidad al servicio del país, se prestó en muchas universidades a
contubernios entre profesores y dirigencias estudiantiles con intereses entre
personales y políticos burocráticos. En nuestro caso, a pesar de nuestras
posiciones incorrectas y ultras respecto de la realidad nacional y la solución
revolucionaria a sus problemas, defendíamos una universidad autónoma,
auténticamente pluralista, con respeto a la libertad de cátedra de cualquier
posición ideológica y política, y una real democracia en el movimiento
estudiantil.