En el siglo XIX, el fantasma del comunismo, ideas potentes
encarnadas en los movimientos obreros y políticos socialistas, luego
socialdemócratas y comunistas, estimuló enormes cambios en el sistema
capitalista (aún mucho más entrelazado con rezagos feudales) y en los sistemas
políticos e ideológicos que lo sostenían –y sostienen. Considero que los dos
principales fueron el estado de bienestar y de regulación estatal impuesto por
el canciller del imperio alemán, Bismarck, en el último cuarto del siglo XIX, que
irradió hacia muchos otros países; y el Concilio Vaticano I, convocado por Pio
Nono en el mismo período, así como, hacia fines del siglo, la encíclica Rerum
Novarum (de los nuevos asuntos, la relación entre el capital y el trabajo), de
León XIII, que dieron un giro socialmente más positivo a la doctrina de la
Iglesia Católica e inspiraron el socialcristianismo.
Este fantasma fue anunciado y alimentado por el Manifiesto
Comunista, de Marx y Engels, de palpitante actualidad en muchos aspectos, tanto
en su denuncia de los males y abusos del sistema capitalista como en su
reconocimiento de su capacidad de impulsar el progreso. Lamentablemente ellos
mismos y luego Lenin creyeron que el capitalismo se había vuelto reaccionario y
que solo una revolución socialista podría traer progreso. Lo que esto trajo fue
la tragedia de la URSS bajo Stalin, y sus secuelas, y de Alemania y del mundo
bajo Hitler.
Efectivamente el capitalismo ha estado siempre aparejado de
mucha desigualdad e injusticias, pero también ha seguido trayendo consigo
enormes progresos, tanto económicos como sociales. Las desigualdades, medidas
con el índice de Gini, después de disminuir un largo tiempo en los países más
desarrollados, han vuelto a acentuarse en las últimas décadas. Pero al mismo
tiempo han ido disminuyendo a escala mundial, en la medida en que la
globalización tiende a nivelar las diferencias de salarios entre los países
extremos, a tal punto que actualmente muchas empresas, en vez de invertir en
China o desinvirtiendo parte de lo invertido allá, están invirtiendo no solo en
otros países en desarrollo sino que han comenzado a relocalizarse en EEUU. Se
mantiene y sigue apareciendo mucha pobreza, pero la vida de los pobres de hoy,
siendo terrible para muchísimos millones, es incomparablemente menos angustiosa
y precaria que la del siglo XIX, también de gran parte del XX, y que, hace solo
unas décadas, en el caso de China, India y otros países menos desarrollados.
Constatarlo no es motivo para no seguir luchando contra
lacras, abusos e ineficiencias del sistema, por disminuir las desigualdades y
eliminar la pobreza, pero sí es motivo para evitar retrocesos reaccionarios y caminos
bien intencionados que obstaculicen las tendencias positivas o hasta consigan
lo contrario.
Sigue habiendo expresiones perversas y terribles de la
codicia sin fin, tan bien caricaturizada en la reciente película El lobo de
Wall Street, y con consecuencias tan funestas como la crisis financiera del
2008 y la depresión desencadenada, o la parte oscura, por ejemplo, de
corporaciones internacionales de alimentos, medicamentos, semillas y
agroquímicos, que denunciamos. Pero una parte aún minoritaria, pero creciente,
de capitalistas y ejecutivos, va adquiriendo visiones más complejas y empáticas
de la realidad, en consonancia con cambios culturales generales en nuestras
sociedades, y comparte la intención de generar un mundo más vivible para todos,
con cambios al interior de las empresas, mayor compromiso con la calidad de sus
productos y servicios, y en la responsabilidad con su entorno y con sus
clientes. Mucho de eso es producto de luchas de trabajadores, consumidores,
partidos políticos y diversas instituciones, en parte a través de presiones y
regulaciones de los Estados, pero también de cambios en los medios de
comunicación, de investigaciones y divulgaciones, y, en general, de cambios en
la esfera ideológica. El liberalismo económico extremo está siendo socavado y
modificado por ideas políticas liberales y sociales.
Una de las expresiones de esto es la nueva filantropía, otro
fantasma (exagerando un poco) que recorre el mundo.
Desde la antigua Grecia la filantropía es el amor a la
humanidad, traducido por Jesús como amor al prójimo. Como caridad y solidaridad
ha estado siempre presente en todas las sociedades y estratos sociales.
Hay para ello razones sicológicas de nuestra condición
humana. La generosidad hacia el extraño en problemas corresponde a algo
instintivo, innato: el primer impulso ante la desgracia ajena es a la
cooperación, graficada en la escena de San Martín de Tours, en el siglo cuarto,
compartiendo una de sus dos elegantes capas con un indigente desnudo.
Además, el sufrimiento ajeno incomoda a la mayoría de las
personas (lamentablemente no a todas) y, junto con tratar de ignorarlo,
estimula a buscar hacer algo al respecto, aunque con frecuencia sean solo arranques
de generosidad simbólicos o muy marginales.
Un estudio sicológico reciente ha demostrado que la empatía,
en sentido amplio, produce satisfacción, activando la misma zona del cerebro
que en casos de recompensa y placer, el núcleo accumbens. Es decir, también hay
un componente egoísta.
En todo caso en todos los estratos sociales el amor por la
humanidad o el prójimo ha sido un factor positivo, con manifestaciones diversas.
Por supuesto que, en la inmensa mayoría de personas de todos
los estratos y ocupaciones sociales, el impulso a la cooperación es
inmediatamente frenado por el instinto de defensa y de conservación de lo
propio, que hace que solo un tipo de personas santas (no las autoflagelantes) o
de líderes muy sacrificados lo hayan hecho predominar en su vida –algo no
necesariamente muy fructífero- y que no sean mayoría quienes son persistentes
en el impulso positivo. Pero las minorías más filantrópicas han hecho y hacen mucho
por cambiar el mundo para mejor, con sus acciones y con su ejemplo.
Es cierto que las acciones buenas de algunas personas no
anulan ni compensan las malas de otras, y que pueden ayudar a enmascarar lacras
del sistema imperante, pero también contribuyen a generar fuerzas sociales e
ideológicas que se contraponen a ellas en busca de cambios, y con frecuencia a
evitar que las sociedades caigan en los extremos más macabros y perversos de
espirales de la maldad y de la venganza.
La filantropía en un sentido más restringido se refiere
usualmente a personas con grandes recursos que destinan parte de ellos, a veces
todo, a fines benéficos, en vez de acumularlos o heredarlos. Muchas veces esto
se ha expresado, en combinación con la aspiración a tener entornos más
positivos y prestigiosos, por ejemplo, en ámbitos urbanos, principalmente con
iniciativas para equipamientos y otros bienes públicos. Y, como todo lo humano
en su complejidad, con frecuencia también para lograr indulgencias, para ganar
prestigio, para vender más, para ostentar poder, para lograr lealtades
políticas, etc.
El mecenazgo, desde la Antigüedad y renacentista, nos ha
legado muchas obras de arte maravillosas, teniendo por objetivo inmediato
principalmente la satisfacción de las ansias artísticas de los soberanos y sus
cortes, y, en gran medida, la función de consolidar un poder simbólico
fundamental para su hegemonía. Ha ido evolucionando hacia tener también como
objetivo el proveer a la sociedad de bienes públicos, como museos, bibliotecas
abiertas, centros de artes musicales, instituciones educativas y de
investigación, piscinas y baños públicos, entre otros.
La nueva filantropía expresa el sentimiento empático,
generalmente combinado con diversas otras motivaciones, en un nuevo contexto
intelectual. Simplificando, la filantropía se ha expresado siempre en la ayuda
al prójimo con algún aporte desde la situación personal lograda, a escala
limitada, o abandonando ésta, para ayudarlo compartiendo sus penurias y/o sus
luchas. Desde el siglo XIX, aparte del mecenazgo, se expresaba además en
acciones para formar o fortalecer instituciones progresistas, particularmente
en la educación y cultura. La nueva filantropía busca transformar en parte la
conciencia social y aspectos de la realidad, directamente o promoviendo lo
replicable por otros, o resolver problemas de los menos favorecidos a mayor
escala, muchas veces internacional, para mejorar las condiciones de vida y las
capacidades de producción. Y esto no solo de parte de empresarios acaudalados
sino también de profesionales y artistas económicamente exitosos.
Impresionado
por la enorme cantidad y variedad de filántropos en la actualidad, y la poca
conciencia acerca de su importancia para el mundo, me propongo ir mencionando
ejemplos para contrarrestar esa falencia. No nos debemos alimentar solo de
noticias y denuncias sobre crisis, guerras, terror y
abusos, que por cierto sí hay que combatir. Debemos ir fortaleciendo una
cultura de optimismo constructivo, ver el vaso medio lleno, sin ignorar y sin dejar
de denunciar que también está medio vacío, pero también promoviendo conciencia
de que es más fácil que se vacíe a que se llene más.