Como se sabe el Palacio de Lima repite el modelo y quiere hacer el gesto urbanístico monumental del de Bruselas. Y lo hace con una tardanza de más de medio siglo.
Aquél, del arquitecto Poelart hacia 1865, se implantó demoliendo manzanas del Marole, el viejo barrio popular donde había vivido el pintor Brueghel y donde hasta hoy se hace el mercado semanal anticuario y de segunda mano. Fue un hito de afirmación monárquica: cerca del Palacio Real, y como remate monumental de un eje que comenzaba en la Plaza Real y que necesitaba un gran objeto vertical por ello.
De allí la cúpula enorme, que también estuvo en los planes y planos de Lima y una columnata profunda de varias series, que también en Lima se quedó en el camino.
La aparatosidad atemorizadora y los costos descomunales, económicos y sociales, hicieron que en el debate belga de la época en el parlamento del reino nuevo, se llegase a usar la palabra “arquitecto” como injuria: “Vous etes un architecte”.
En Lima el Marole, es en cierta forma, La Victoria. Y la implantación monumental fue la de formar, junto con la vieja Penitenciaría (hoy el desangelado Centro Cívico) la puerta principal al centro de Lima, por el Paseo de la República, con el tranvía como eje de acceso masivo.
“Mírame y témeme”, parece ser el mensaje.
La composición es académica y ecléctica, grandilocuente, pétrea, axial. Para llegar hay que subir enormes escaleras. Los edificios apabullan y amedrentan.
En Lima éste Palacio es pariente y coetáneo de otros, parecidamente monumentales: el de Gobierno, que alteró el frente continuo y el espacio de la Plaza Mayor, con un enorme garaje para que ministros y visitantes se sientan disminuidos. Donde reinan como en Versalles el mármol y los espejos. Y su vecino, el Palacio Municipal, también abundante en veleidades y casi sin espacios para trabajar.
Fue un tiempo de arquitecturas autoritarias con nostalgias del ancien regime , importando arquetipos europeos celebratorios del poder, cuando se cocinaban los referentes germánicos e italianos del fascismo. Aunque los estilos a veces atravesaban ideologías, pues Stalin hizo algo muy parecido, cambiando apenas banderas e íconos.
Lo que no quita que se tratase de arquitecturas ordenadas, bien compuestas, y cuya composición urbana fue cuidadosa. El Palacio de Justicia es un objeto coherente.
Y el mejor ejemplo de que piezas de esa naturaleza pueden y deben ser reinterpretadas, está quizás en el formidable reciclaje como una cúpula transparente y gran mirador del Reichstag, ese parlamento Berlinés que el Kaiser también hizo como signo de su autoritarismo, que Hitler quemó y que hoy todos los ciudadanos del mundo disfrutan para ver desde Berlín el futuro. (*)
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