La televisión peruana de señal abierta es andina. No era así hace veinte años dado que estaba tomada por la influencia gringa. La programación estaba llena de enlatados y la escasa producción nacional intentaba reproducir los formatos del norte con contenidos propios. Gamboa, acaso, fue lo mejor de aquel momento: teníamos por fin una serie policial que sucedía en las calles de Lima, la fea.
La televisión nacional ahora ilustra otra realidad. La farándula y toda su desfachatez choliwoodense. Las series más vistas retratan la vida de personajes populares que provienen de la cumbia o el huayno eléctrico. Los noticieros juegan al reality e inundan las mañanas y las noches con dramáticas historias que dan cuenta de lo difícil que es sobrevivir en el Perú pobre de hoy. Los del medio día reemplazaron al paternalismo de Ferrando hace mucho tiempo, subrayando un lenguaje frívolo e inclusivo. Los programas de humor, finalmente, descarnados y cínicos, muestran una colección de prejuicios que las investigaciones sociológicas no bastan para comprender.
Lo mismo sucede con la radio. Hace tres décadas la FM era un territorio de música “elegante” y “culta”, por un lado, y de Billboard, por otro. De nuevo el sonido venía desde la gringada, aunque en un formato tieso y con fidelidad en los valores mesocráticos postvelasquistas. Eso ya cambió de raíz: ahora la FM es popular (son varias las radios que lanzan la misma programación en AM y FM) y por sus ondas se escuchan todos los géneros musicales que se bailan en las fiestas pitucas y barriales, y que se sufren en el taxi o en la chamba.
Los medios masivos, son pues, una ventana a través de la cual tenemos acceso a la actual cultura de la calle y de los hogares de nuestro país. Y esa cultura es andina urbana; es migrante, poliforme y, con exageración, mixta. Es deliciosa. Pero esta diversidad también da cuenta de una idea de país que aún no termina de autoretratarse. Es como si los productores de medios masivos y sus públicos no pudieran, todavía, identificar cuál es la identidad que realizan dialécticamente.
La verdad es que tampoco las ciencias sociales lo pueden hacer. Cuando en los seminarios de discute acerca de la choledad –y todas las aristas que esta realidad por reconocer supone- siempre queda la sensación de que se explora un territorio sin referencias claras, sin historia identificable. Abundan, eso sí, las interpretaciones parciales, las ganas de definir algo que no soporta aún iniciales consensos.
En la señal de cable, y la internet, sucede algo muy distinto aunque igualmente interesante, muy interesante. La televisión de señal cerrada, desde una forma de producción, digamos, más sofisticada, nos presenta un país más integrado y con harta capacidad de integrarse a su vez con el mundo. Lo mismo sucede con los proyectos-web de contenidos “peruanos” (claro, es la web). Y esta forma de pertenencia, además, viene con una alta motivación de logro: nos seduce la idea de ubicarnos en el globo por fin como personajes únicos, singulares, culturalmente sofisticados.
Entonces la gastronomía, la ecología, el emprendimiento, las artes escénicas, entre otras prácticas sociales, son mostradas desde un orgullo cultural que evita que el televidente minusvalore lo que está consumiendo. Por el contrario, comienza a mitificarlo. Ahora los sectores medios están idealizando la peruanidad: no la blanquiroja, no la que proviene de la ideología de Estado Nación; sino la otra, la cotidiana, la que proviene de la relectura de nuestras costumbres andino-criollas. Y quienes consumen estos programas no sólo pertenecen al segmento A o B.
¿Cuál es el sentido de hacer contrapunto entre canales abiertos y cerrados?
Esta es mi hipótesis: mientras en el masivo (abierto) predominan las voces acerca de cómo somos, en el cable (cerrado) hegemonizan las voces respetuosas sobre el otro. Mientras la expresión del “nosotros” es reinvindicativa (“aquí estamos, delante del escenario”) y al mismo tiempo suele atentar contra la dignidad (racismo, sexismo, etc.), la lectura sobre el otro separa a la comunidad en dos grupos -ilustrados y globalizados versus puros y generosos- y tiende a idealizar la realidad de los ciudadanos con menos recursos, esto es, los rurales.
Esta idealización, finalmente, no deja de ser una paradoja en esta época de huellas del conflicto armado interno. Después de haber ignorado al mundo rural y anónimo de las provincias altas, hoy esas mismas clases medias vuelven la mirada, a través del cable, al campo para ilustrarlo sin más ni más que con amable curiosidad.
Mientras tanto los cholos seguimos desbordando de forma caótica y creativa al Estado, insistimos de manera espontánea, y hasta involuntaria, en el cultivo de nuevas costumbres, de inéditas versiones de la tradición desencajada. Achorados y a su vez minusvalorados, las nuevas promociones de peruanos seguimos protestando contra el centralismo, reproduciéndolo en cada capital de provincia; continuamos luchando por el reconocimiento, a costa de negar los deberes ciudadanos más elementales.
En resumen: el desborde popular –señalado por el profesor Matos Mar- sigue su curso de bola de nieve sin la capacidad de cristalizar un discurso político programático. En este proceso, la pequeña burguesía ilustrada no encuentra –no encontramos- una vía para integrarnos a esta avalancha social e insistimos con el discurso sobre el otro en vez de participar de este proceso de transformación sin ideología propia. Y en la medida que carecemos de un discurso político que constituya nuevos actores políticos, las diversas formas de discriminación han dejado de ser privativas de los hijos y nietos de la “oligarquía”. Mientras más abiertos los canales de comunicación, más sincera la desigualdad. Se trata pues de una discriminación frente al espejo.
Sin embargo, de la sociedad poscolonial cada vez queda menos aunque lo poco que queda -en nuestras mentalidades- es muy fuerte. Seguimos avanzando hacia una modernidad indefinida y cuánto, a la vez que las capas geológicas de nuestra identidad cultural no revelan todavía todos sus movimientos sísmicos.
Como dijo el poeta Verástegui: luchar es el triunfo más hermoso.
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3 comentarios:
Estimado señor Venturo:
Leo con interés su artículo tan explicativo como emocional y no puedo dejar de pensar en la frase que escuché el otro día: “Incas sí, cholos no” (me gusta el Perú for exportation, pero no el real).
Efectivamente, la manera cómo usted ha enfocado el problema, a través de los medios de comunicación, es muy ilustrativa. Quien le escribe estudió Ciencias de la Comunicación (hoy simplemente Comunicaciones) en la Universidad de Lima en un remoto tiempo cuando no existía el cable ni la Internet y puedo corroborar su apreciación.
De niño recuerdo cómo, en la Lima de los 50s, tanto la radio como la televisión eran medios privilegiados para las clases altas y medias, por eso los mensajes estaban dirigidos a ellos (el tío Johny, Kiko Ledgard, High Life, etc.). Claro, habían excepciones como los programas madrugadores que escuchaban las sirvientas de aquellos tiempos (El Sol en los Andes de Luis Pizarro Cerrón por ejemplo), pero eran comunicaciones de “segunda categoría” que no reflejaban el verdadero “nivel cultural del Perú”. La sorpresa vendría años después, cuando, asombrados, los ex niños de clase media miraflorina veíamos cómo, en vez de “avanzar” hacia la modernización del país —hacia el blanqueamiento y occidentalización— más bien “retrocedíamos” hacia su “cholificación” y aparecían cada vez más “cobrizos” en los medios de comunicación, mientras que los blancos desaparecían.
Ciertamente el señor Matos Mar —obviamente desde el punto de vista del “otro”, del blanco invadido— anunció con cierto dramatismo el llamado “desborde popular” (¡mamita, nos invaden los cholos!), lo cual fue considerado, en el medio cultural de entonces —los intelectuales de la Católica de los 70s—, como una señal de alarma para el imaginario colectivo del Perú (“somos un país católico-occidental-blanco-en vías a la modernidad”). El asunto se agravó en los 80s producto de la guerra subversiva que no fue vista en Lima (el Perú, oficialmente hablando) como un asunto político sino más bien reivindicativo, envidioso y revanchista por parte de los cholos, siempre traidores y celosos de la capacidad intelectual y humana de los blancos. Pero más traumático que el fallido atentado al Banco de Crédito en Tarata y el desvío de las camionetas-bombas hacia el otro extremo de la calle debido a la reacción de los vigilantes (que salvó al banco pero mató a las personas)— fue ver a Maritza Garrido Lecca (¡una blanca, cómo es posible eso!) colaborando… ¡con los cholos, nuestros sirvientes! Fue algo que dejó perpleja a la hoy comunidad de Asia (que en ese tiempo recién se estaba formando).
A partir de ese día se instauró el pánico en la aristocracia peruana puesto que este fenómeno meramente “racial y envidioso” del terrorismo dejó de ser un asunto de “cholos contra blancos” para convertirse en algo peor: un tema ideológico, el mayor peligro para cualquier sociedad. Para ese entonces ya estaba el cable en Lima y las 5 mil familias dominantes del Perú escogían su señal para “verse” reflejadas en su modelo de vida (el norteamericano) y seguir contemplando a un muy blanco sucesor del Tío Johny en su moderna versión en canal 6. La televisión abierta había sido tomada por asalto por las mayorías, por el rating, por la dictadura del pueblo (ante lo cual las empresas vendedoras extranjeras no podían rehusarse) y ya en los 90s y 2000 la apocalíptica predicción de Matos Mar era una realidad: la sociedad peruana estaba conformada en su mayoría por los infames, desconocidos, serviles y pezuñentos hijos de Túpac Amaru, ante lo cual había ya muy poco por hacer. En mala hora, según la comunidad blanca pro extranjera nacional, esa masa de ex peones de hacienda había sido “educada”, lo cual implicaba que “pensaban”; y, si pensaban, hablaban, y si hablaban, pretendían igualarse. En mala hora Velasco, Sendero, Alicia Maguiña, Tiempo Nuevo y todos los que, en su momento, trataron de “reivindicar” a quienes no debían. Finalmente, a mediados del 10 del 2000, ocurrió la verdadera gran tragedia: el humalismo, el cholo que pretende, ahora sí, tomar el poder, no solo económico, sino el político, con todas las consecuencias que ello implica (ante lo cual, hasta los izquierdistas blancos tuvieron que hacer causa común con sus parientes).
¿Remedios? El primero: nacionalizar a todas las familias peruanas de alta sociedad como extranjeras (ahora casi todas son norteamericanas, italianas, polacas, alemanas, inglesas, etc. según sus pasaportes. Eso, a todos los que vivimos en el medio, nos consta. La idea es: cualquier agresión y/o confiscación por parte de algún “Chávez peruano” se convertirá en un asunto internacional). El segundo: detener lo que parece inevitable: la cholificación del Perú. ¿El encargado circunstancial? El presidente actual.
¿Se acabó con esto el problema? No. Porque, más allá que fenómeno social, lo que vivimos es un fenómeno civilizacional e histórico, un proceso que se viene dando desde hace décadas y que no ha podido ser leído nunca desde las aulas universitarias —ya que ellas solo cuentan con instrumentos occidentales para medir la occidentalidad y no los fenómenos no occidentales. Este suceso ya está empujando la puerta, y detrás de ella el Estado occidental y moderno del Perú solo ha puesto una silla. ¿Cuánto más durará sin ser atravesada? No lo sabemos.
Luis Enrique Alvizuri
Autor de varios ensayos sobre el tema entre los cuales están Andinia la resurrección de las naciones andinas y Pachacuti el modelo de desarrollo andino.
Muchas gracias por su atención.
Señor Venturo, hay un tema que me llama la atención que creo debería considerar, para redondear. Es cierto, que a mucha gente le gusta el Perú de exportación (los incas, la historia, sus paisajes naturales, la comida); pero no hay mucho orgullo de ser peruano, por lo que somos los peruanos o por lo que hayamos hecho los peruanos en nuestro presente. Es decir, no somos buenos en fútbol, no hemos inventado nada, nuestro cine está en pañales. Falta eso, para poder reconocernos como peruanos.
Vedettes, imitadores y musica pachanga, eso es lo que le gusta al publico peruano, a la mayoritaria masa anonima con educacion secundaria en colegio estatal, que simplemente quiere distraerse y arrecharse a la vez.
Ofrecerles un concierto de mozart?, se van antes que empiece. Un recital de la poesia de vallejo interpretada en ballet? apagan el televisor y no la prenden hasta el dia siguiente.
Es esa seguridad de autoanularse en el rebaño, de gozar sin pensar, lo que el peruano busca cuando enciende el televisor. No quiere mirar en la pantalla el infierno en que vive y que no comprende. Los duenos de canales lo saben y hacen negocio de esto.
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