Tengo que confesar que con los años las diferencias de género entre mis amigas y amigos me parecen cada vez menos notorias. Las mujeres nos masculinizamos, nos volvemos más sujetos que objetos para otros, hablamos con más frescura, disfrutamos el poder y nos importa mucho menos encantar a los hombres (si sucede, bien… y si no, también…). Y mis amigos, pues, se feminizan: descubren que el poder tiene sus bemoles, que es rico cocinar y quedarse en casa, que tiene encanto jugar a las barbies con las nietas, que no siempre son fuertes y que pueden derramar lágrimas.
No exagero. La teoría de género incluso plantea que los hombres la pasan peor en esta trasformación genérica que se produce con el paso del tiempo. Si se definían como hombres por la fuerza y virilidad, el envejecimiento los deja literalmente mal parados. Mientras las mujeres (que vivimos más en promedio) recuperamos terreno: nos empoderamos (¡qué palabreja!).
Por eso, el día de la mujer me deja perpleja… La verdad es que no me gusta recibir un premio consuelo por haber llevado la peor parte en el sistema patriarcal –herido o no, de muerte-.
Hablar de género no es lo mismo que hablar de relaciones de poder: las diferencias de género –creo yo- se van redefiniendo y borroneando en el curso de nuestras vidas e incluso, en la vida cotidiana de la gente de diferentes edades. Ello no excluye -por cierto- que neurobiológicamente seamos diferentes y que además las diferencias de poder entre hombres y mujeres sean aún importantes. En esto último hay que seguir trabajando y tiene poco que ver con las celebraciones acartonadas del día de la mujer.
No es fácil pues, entender el sancochado que tenemos en ciernes: nos parecemos más en términos de género, vivimos relaciones de poder poco equitativas y empezamos a reconocer que la biología sí juega un papel importante en nuestra manera de ubicarnos en el mundo (unos son de Venus y otros de Marte…)
Celebremos juntos, el estar juntos…
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