(A propósito del Día Internacional de la Mujer y de todos los días)
Las veo en un cine-club al que suelo ir los sábados, en mi salón de clases universitario, en cualquier eventual curso veraniego (de yoga o budismo, por ejemplo), en talleres literarios, en un seminario que estoy dictando, en el cine de los martes o de otros días, en el teatro, en la playa, en las marchas callejeras…Siempre, o casi siempre, son mayoría.
Es como si los hombres nos hubiéramos convertido en sombras agregadas del escenario social, en espectros que van perdiendo vigencia –y fuerza, bruta o inteligente- debido a la incursión afanosa, y a veces bulliciosa, de las mujeres. No creo que el mundo se haya ‘feminizado’ por eso, pero sí que la comedia patriarcal se estaría asomando a su lento fin.
O al menos a un intermezzo vigoroso. Que las mujeres comiencen a aparecer por todos lados (con menos intensidad en el ámbito del poder, eso sí es cierto) parece una consecuencia muy clara de que la lucha del feminismo, y de miles de mujeres anónimas sin ‘ismo’, no fue en vano. Allí están los resultados, aunque sean inacabados.
Es como una marea imparable que ocupa cada vez más espacio, con manifestaciones diversas -desde Kina Malpartida hasta Raida Cóndor-, y en clave de sacudir no sólo la sociedad sino la mente, el cuerpo, el alma, la piel, la palabra. Por eso, quizás, abundan en el Día Internacional de la Mujer los discursos y algunas auto-flagelaciones masculinas.
Si todo estuviera en orden, si la equidad fuera real, no habría tantos especiales periodísticos. Las ministras y ministros no se molestarían en hablar, el Facebook no se llenaría de saludos y las grandes tiendas no invertirían en avisos en los diarios (hay que ver cómo han gastado en este año para ello, colgándose de algunas de nuestras heroínas).
Cierta culpa y autenticidad flotan entre esas proclamas, mezcladas inevitablemente con alguna melosería, pero acaso por una razón que nos baila adentro: las mujeres ya no sólo piensan en sus derechos sino que están cada vez presentes y perseverantes , como enterrando un pasado en el cual los estereotipos más delirantes definían el mundo.
Aun así, me parece que hombres y mujeres seguimos en trance. No nos acostumbramos a la nueva situación, no sólo porque re-inventa nuestro modo de vivir sino porque, más allá del floro y lo ‘políticamente correcto en materia de género’, esta sacudida hace tambalear seguridades, modos de comportarse, formas de reaccionar, maneras de amar incluso.
Los hombres –permítanme auto-flagelarme un poco- seguimos bromeando con el asunto, hablamos del verbo para afuera sobre la igualdad, pero llevamos aún un rastro ‘machista’. Y acaso percibimos a las mujeres como una amenaza, sobre todo cuando demuestran que ellas sí tienen triunfos reales y no de suplemento deportivo.
No sé si eso es remediable totalmente. Como han escrito varias amigas, todos mamamos machismo desde la infancia, hombres y mujeres, de modo que sostener, ingenua e inconcientemente, que uno –o ‘una’, vamos- no es machista es como decir que no somos racistas de ninguna manera. Eso sólo se lo creen los locos(as) y algunos(as) políticos(as).
Las mujeres, pasando a la otra tribuna, han avanzado notablemente en la conciencia y práctica de sus derechos, pero no es infrecuente observar en algunas de ellas ciertos impulsos atávicos, acendrados en la infancia. Uno de ellos –no me condenen, chicas, lo suplico- es ceder a la tentación del ‘hombre proveedor’, del macho que ofrece seguridad.
No es algo generalizado, ciertamente. Y la prueba fehaciente y demoledora es que muchas, muchísimas mujeres, mantienen solas a sus familias. Pero decir que ya no es así, que eso está exorcizado completamente, sería pecar de soberbia y de irrealidad. Creo que, al menos en parte de la clase media limeña, ese impulso se resiste a morir de inanición.
Otra cosa que ocurre es que, en el esfuerzo por distinguirnos y construir identidad de género, hemos inventado teorías, o ideas, que extreman las diferencias hasta extremos ridículos. La versión más desatada de eso, de parte de las mujeres, es sugerir que todos los hombres tenemos ‘pensamiento hormonal’ o que sólo somos tiernos en la infancia.
Heridos en nuestro amor propio, los hombres respondemos diciendo que ‘todas las mujeres son iguales’, ‘que no hay que discutir con ellas’, que ‘manejan mal’, que la ciencia ha demostrado que siempre se demorarán más que nosotros frente al espejo, etc, etc. Al final del día, quedarán nuevos estereotipos mutuos, caricaturas de nuestra especie.
Y para rematar la confusión, desde el poder vendrá alguien, como el presidente García, a decir que se siente orgulloso de que a la ministra Cabanillas la llamen ‘la Thatcher’, ignorante acaso de que la ex primera ministra británica dejó morir de hambre en la cárcel a dos presos del IRA que estaban en huelga seca. Como lo haría un Hitler cualquiera.
Me parece que todos y todas tenemos que hacer un esfuerzo por sacar la cabeza por encima de esta marea cultural que nos aturde, por encima de este trance histórico para que no se convierta en un momento histérico. Me parece que tenemos derecho a la igualdad, precisamente porque somos diferentes, pero no extraños en la noche y el día.
Me parece, finalmente, que los humanos y humanas necesitamos seguridad, afecto, compañía, pasión, compasión. Pero a veces buscamos eso de manera errática, patética. Y en ese intento fallido podemos inventar cosas tan bárbaras como que un género domine al otro, siendo los dos de la misma especie y llorando con las mismas lágrimas.
Feliz Día, creo, a todos y todas.
1 comentario:
Hugh Jackman (el anfitrión de la premiación del oscar 2009), decía: - siempre tengo razón, cuando le hago caso a mi esposa -. Al igual que Hugh, creo que lo mejor que hay en este mundo son las mujeres, de no ser por ellas hace tiempo que nosotros hubiéramos destruido este mundo.
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